Venus neolítica. Su abultada figura no responde a la idea de una copiosidad alimentaria, reflejo de comida abundante y excesiva, sino a la idea de fertilidad, propia de una finalidad o cualidad natural. No expresa la plétora como un mero hecho, sino como un fin plenificante: simboliza a la madre.

Venus neolítica. Su abultada figura no responde a la idea de una copiosidad alimentaria, reflejo de comida abundante y excesiva, sino a la idea de fertilidad, propia de una finalidad o cualidad natural. No expresa la plétora como un mero hecho, sino como un fin plenificante: simboliza a la madre.

El alimento es cultura, es idea

Todavía recuerdo con cierto regocijo la cara de asombro que ponían mis alumnos de Alimentación y Cultura cuando, en las primeras horas de clase, les explicaba muy en serio, año tras año, que el hombre no es lo que come, porque «el hombre come ideas, y sin ideas no come». Al final del curso, este enunciado solía ser una de las preguntas obligadas de examen; porque es en realidad mi convicción más profunda: el aspecto biológico del alimento es sólo una de­terminación de su significado «real». El contenido de este significado es mucho más rico. El hombre es lo que come… con ideas.

Y ponía el ejemplo de un mé­dico europeo que prestó sus servicios en una clí­nica rural de Bengala Occi­dental (India). El hindú  cree que los ali­mentos se divi­den natural­mente en fríos y calientes, no pudiendo unirse, por ejem­plo, un ali­mento caliente a un cuerpo que pa­dece una enfer­medad de orden ca­liente. El médico tuvo que prescribir, para una in­fección del aparato respi­ratorio, la inges­tión de ácido ascór­bico en forma de zumo de naranja, unido a un plato de arroz cocido, fácilmente dige­rible. Pero esta dieta no fue aceptada por los pacien­tes, por­que consideraban fríos tanto a esos alimentos como a la en­fer­medad. El médico tuvo el acierto de aconse­jar que al zumo de naranja (consi­derado frío en aquella cultura) se le añadiese miel (conside­rada caliente) y el arroz fuera cocinado en leche (ali­mento ca­liente). La nueva dieta, bási­camente idéntica, fue acep­ta­da.

Las ideas sobre el comer hacen el símbolo alimentario

En realidad, un individuo no ve en el alimento solamente un objeto nutritivo que le causa placer, sino algo que posee también una significación simbólica: la que se le confiere dentro de la estela de cultura (ideas, costumbres y usos) en la cual vive y se comunica con los demás.

¿Qué significa que el alimento tiene un «carácter simbó­lico«? Un símbolo es un «fenómeno físico» (un trozo de carne de cerdo, por ejemplo) revestido del «significado» intelectual, moral o reli­gioso que se le confiere dentro de una cultura (cerdo: prohibido por la cultura judía y musulmana, aceptado por la cris­tiana). Como también es un símbolo una bandera: un trozo de tela coloreada, revestida de la idea de nación:  su potencia de evocación transciende en mucho su apariencia sen­sible y arrastra emociones, actitudes, aspiraciones.   Los mismos hábitos alimentarios son símbolos e incorporan símbolos: ideas de la obesidad, de la delgadez, del cuerpo atlético, del valor de los vegetales… de la cualidad del nutriente.

En definitiva, tanto las actividades de los individuos como los productos de esas actividades no son «hechos físicos» mostrencos, sino hechos físicos «englutidos» en un todo de significaciones inteligentes, vivi­das de una manera más o menos cons­ciente. Un hecho físico revestido de sig­nificaciones espirituales –intelectuales o morales– decimos que tiene «carácter simbólico«.

Carne de perro, carne de caballo, carne de gato

Sigo citando unos sencillos ejemplos de conductas alimentarias con valor simbólico. Leemos en un clásico libro de Antropología de Beals y Hoijer: «Los esquimales del Artico, viven casi exclusi­vamente de carne y de pescado en con­traste con muchos pue­blos de indios me­jicanos, cuya comida se basa toda en ce­reales y hortalizas. La le­che y sus pro­ductos son estimados como manjares de lujo por los baganda del Africa oriental, al paso que los pueblos del Africa occi­dental los consideran como incomestibles y probablemente ve­nenosos. El pescado es usado como ali­mento por muchas tribus de indios ame­ricanos, pero los navajos y los apaches de Nuevo Méjico y Arizona lo reputan como nauseabundo e inadecuado para el consumo humano. La carne de perro la comen muchos pueblos (entre algunos indios americanos se criaba especial­mente para alimento una gran variedad de perros), pero hay otros muchos que, al igual que nosotros, miran con horror se­mejante alimento». Lo mismo se podría decir de la carne de caballo, o de gato (este último mereció una receta culinaria en la obra de Ruperto de Nola).

Estos ejemplos, y muchos más que podrían aducirse, nos invitan a pensar que una cultura está regida por normas que proponen comportamientos jerarquizados desde los más a los menos valiosos. El propio acto de comer está ya im­pregnado del significado global de una cultura, de su sistema de normas, de prohibiciones y de preferencias.

Dentro de una cultura, el alimento queda sometido a un valor simbólico. La alimen­tación es un lenguaje que habla mate­rialmente de dimensiones espirituales. Alimento es, pues, un material nutritivo, aceptado por los deseos psicológicos in­dividuales dentro de las costumbres pro­pias de un pueblo.

Aspectos «esenciales» del alimento

Por eso suelo decir que el ali­mento es a la vez: 1º un producto nutritivo (aspecto biológico: ca­paz de nutrir); 2º un producto apetecido (aspecto psicoló­gi­co: capaz de satisfacer los sentidos y el apetito); 3º un producto acostumbrado (aspecto cultu­ral: insertado en costumbres y gene­rador de potencia simbólica). Todo ello simultáneamente hace del alimento un símbolo. En el ser humano ocurre precisamente que por el aspecto simbólico se desencadenan las funciones psicológi­cas; y no al revés. El estremecimiento que un comensal siente ante la novedad de una cocina diferente e insólita, por intensa y revolucionaria que sea, es meramente pasajero. Se necesita tiempo para que un plato extraño se incorpore paulatinamente en los símbolos humanos.

Es cierto que los estímulos sensoriales desempeñan un papel decisivo en el desencadena­miento de las secreciones y de la motili­dad digestiva. Pero el estímulo sensorial, por el que se anuncia el alimento, está impregnado de carácter simbólico, pues la forma en que se presenta no es pura­mente física: es siempre un estímulo-señal dentro de un contexto cultural. Realizamos el aporte de nutrientes a nuestro organismo y colmamos sus necesidades bioquímicas sólo a través de las sensaciones que el alimento despierta a través de sus propie­dades organolépticas y del «valor sim­bó­lico» con que se nos manifiesta. Cuando el hombre puede ele­gir, es­coge el objeto de sus preferencias senti­mentales, o sea, lo que sus antepasa­dos comieron antes que él. Y aceptará una nueva información acerca de la nu­trición cuando la pueda amalgamar con sus pa­trones de costumbres y creencias.

Para cambiar las costumbres alimentarias

Quien desee cambiar la costumbre alimentaria de un pueblo es preciso que entienda antes el significado global, el simbolismo, de los hábitos particulares. In­cluso un emigrante renuncia a su len­gua y a su modo de vestir antes que a sus costumbres alimentarias autóctonas. Lo constaté en Alemania, coincidiendo en una década (entre 1965 y 1975) con los emigrantes de todo tipo que acudían a trabajar allí. Pero también pude comprobar que los países, como Alemania, donde es muy fuerte la inmigración acaban enri­queciéndose gradualmente con una variadísima cocina de diversos orígenes. Porque lo bueno acaba siempre siendo bueno en todas partes. Y también los símbolos humanos están sometidos al lento proceso histórico de progreso y decadencia.

Un legislador o un gobernante, un ministro de economía, deberían saber que para proyectar la economía nacional se deben tener en cuenta las costumbres (aspecto cultural), el puesto de los ali­mentos en el presupuesto familiar y na­cional (aspecto económico), y el papel que tienen en el mantenimiento de la sa­lud y del bienestar (aspecto médico-die­tético). Si no observan estos aspectos fra­casarán en su intento de mejorar la eco­nomía, introduciendo productos que no son aceptados por la psicología, las creencias o las costumbres de su pueblo: o sea, por no entrar en las ideas que un ciudadano tiene de esas cosas.

Los actuales fenómenos de trastornos nutricionales, como la anorexia, la bulimia, la vigorexia, etc., prueban lo que digo: las razones que priman en el acto de comer no son en estos casos las nutricionales y biológicas, sino las psicológicas, sentimentales y culturales. Hablaré de esto en otro artículo.

Termino, volviendo al principio: el hombre no es lo que come; esta es una tesis materialista que rebaja la dignidad humana. En realidad come ideas -inteligencia, sentimientos, cultura-… con otras cosas más, también necesarias.