Hipócrates (460 a. C.) nació en la isla de Cos, donde se encuentra esta figuración escultórica con el sabio maestro. Fue uno de los más grandes científicos de la antigüedad griega. Contribuyó al desarrollo de la medicina. Fundó el saber dietético en algunos tratados (Sobre la dieta) que todavía se leen con interés.

Dieta básica y dieta adecuada

Mi dietista se ha propuesto que mi conducta alimentaria sea adecuada, pues la que llevo claramente no lo es.  He de conseguir, según él dice, una dieta equilibrada, compuesta por alimentos ener­gé­ticos (proteínas, grasas, hidratos de car­bono), vitaminas, agua y elementos mine­rales. Le haré caso en todo ello.

Ejerce con ilusión  su arte, que es preventivo o curativo, e intenta  re­gular mi alimentación y su repercusión metabólica, eso sí, dentro del contexto social y cultural en que vivo. Me dice que así entendían ya la dieta los griegos del siglo V a. C., especialmente Hipócrates, el inventor de la dietoterapia.

Lo que más aprecio en mi dietista es que no se queda en lo meramente teórico, dándome a conocer las propiedades de los alimentos (composición de vitaminas, grasas, hidra­tos de carbono, los procesos orgáni­cos del metabolismo, etc.). Aunque lo veo siempre interesándose por los últimos estudios de sus revistas profesionales, él es también práctico. Me dice que no pre­tende conocer por conocer, sino conocer para hacer,  para aplicarme un tratamiento concreto y resolver mis problemas de nutrición y de acomodación psicológica.

Me indica que él no quiere enseñarme una «dieta básica», sino una «dieta adecuada». Porque la dieta bá­sica es puramente teórica o ideal: deter­mina la cantidad suficiente de ma­terias para la conservación de la salud de un individuo que es considerado como la media biológica dentro de un contexto normal. Pero yo no soy una media biológica. Por lo que  mi dieta adecuada ha de ser definida en función de mi edad, de mis actividades y de mis preferencias gustativas. Y estoy de acuerdo en que  la cantidad de alimentos ha de ser apropiada, equilibrada, para desarrollar mi vida. Y selecciona las ma­terias indispensables que acaben proporcionándome la sensación de vigor, de bienestar y de acomodación social.

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Intuición y experiencia cultural

Yo le agradezco que no se detenga en mi nivel  orgánico, ni en aspectos materia­les y químicos, con sus procesos de asimilación y autorregulación. Va más allá. Yo le digo que, en mi caso, cuando no como debidamente, no sólo experimento alteraciones físicas y fisiológicas, sino también  algunos trastornos psicológicos, y un sentimiento penoso del cuerpo. Si mi vivencia psíquica normal del cuerpo es la del «yo puedo» (andar, ver, trabajar, etc.), la vivencia de mi cuerpo descompensado es la del «yo no pue­do»: y entonces quedan  imágenes, recuerdos, año­ranzas y proyectos atrapados en esa vi­vencia. Por tanto, mi descompensación dietética es tam­bién una  alteración sentida, padecida psicológicamente, con su cohorte de percepciones, imágenes, recuerdos y emociones. Incluso veo que, a veces,  se resienten mis relaciones sociales: estoy esquivo, solita­rio, indiferente a todo lo que me rodea; también disminuye mi concentración, mi capacidad de trabajo; y baja mi productividad.

Mi dietista está muy preocupado por este segundo aspecto psicológico, tan dependiente del orgánico. E intenta que finalmente queden encauzadas mis imágenes y mis emocio­nes  hacia la normalidad de los procesos psicológi­cos que dependen del metabolismo. Conjuga su intuición con su experiencia cultural.

Veo así a mi dietista muy comprometido con mi persona, pues toma una actitud seria ante mis carencias, reorientán­dolas muy positivamente. La alimentación, me dice, no se queda en un mero estado biológico, porque manifiesta una manera pre­cisa de vivir, un modo de sentir orientado a los valores de la vida, donde se dan cita la confianza o la angustia, la aceptación o la reprobación de algunos valores vitales. Eso ocurre tanto en delgados como en obesos. La alimentación, me comenta, no produce solamente un desorden funcional, sino un «modo de vivir» ese desorden. Cuando mi dietista habla conmigo, no es ajeno a pres­cripciones que –así como de pasada, con la suavidad de un sabio– se refieren  a este nivel psicológico, a mi centro personal, al yo que valora, estima y da sentido a la vida.

Asimismo, mi dietista aporta a esa relación los valores per­sonales de su trabajo, sus convicciones referentes a lo acertado o desacertado,  lo deseable y lo indeseable. Comprendo que tales valores no puede dejarlos en la consulta como una bata de faena o un sombrero, porque esos son los valores que le dan sentido a su propia profesión. Es más, estoy convencido de que sin esos propios valores el die­tista jamás podría desempeñar la función integradora –por pequeña que parezca– que le cabe en suerte a través de su práctica positiva.

Y me gusta que no intente rehuir las concre­tas responsabilidades –individuales y sociales– que de su quehacer se desprenden. También ellas perfilan el sentido de su vocación, configurada por una ra­zón que vuelca sus conocimientos a los demás, conjugando intuición personal y experiencia.

Me ha pedido que no revele su nombre.