Guerrit van Honthorst, "Violinista con copa de vino" (1624). Admira el intenso rojo cereza del líquido, sus reflejos, su transparencia, su limpidez... pero jamás tuvo la oportunidad de catar unos vinos tan excelentes como los que la técnica actual ha hecho posibles.

 

El caballero ha tomado en su mano una transparente copa de de vino. La observa fijamente mientras la balancea con un suave giro. Se la lleva a los labios y amaga un sorbo; paladea y  exclama: ¡Pardiez, gran clase! Este caballero, español por más señas, podría haber sido  Don Juan:  el de Tirso o el de Zorrilla. Pero aquel Don Juan, bebedor y porfiado, jamás tuvo la oportunidad de catar unos vinos tan excelentes como los que la civilización ha hecho posibles en su copa, con sus técnicas, sus inoxidables y su control de temperatura.

 

El viejo vino, bebida sustancial

El Don Juan de Tirso (s. XVII) sabía que el líquido potable podía ser o bebida en sentido estricto (agua), o alimento (vino, leche, aceite) o medicamento (cerveza, zumo de frutas). La función fisiológica de lo bebible era triple: mezclar los alimentos en el estómago; restaurar la humedad del organismo y transportar el alimento digerido a los miembros. Para restaurar la humedad orgánica, la mejor bebida era el agua y no el vino. Pero acerca de la mejor bebida para mezclar había variedad de opiniones: para muchos, el vino –por ser caliente y sutil– tendría más fuerza para mezclar los nutrientes y también acción beneficiosa como bebida de transporte. La Escuela de Salerno (s. XII) sentenciaba: «Bebe buen vino para que sea fácil la digestión». En general, los dietistas preferían que el vino no fuese agudo o fogoso, tanto el seco como el dulce. Se creía que el vino colabora vivamente con los dos radicales de la vida, que son la humedad sustancial y el calor natural. El vino conservaría la humedad sustancial que, a su vez, se convertiría en sangre y calor natural. Por eso en el siglo XVI dice López de Corella –en Las ventajas del vino– que el vino es aceite de vida (oleum vitae), pues mantiene el calor natural, al igual que el aceite del candil. Los árabes, que eran abstemios por prescripción legal, justificaban la exclusión prandial del vino propalando la idea de que era nocivo después de la comida. Pero, mucho antes, los médicos griegos no pensaban así. Y los galenos del área cristiana consideraron, con los griegos, que no es malo beber vino después de ingerir alimentos sólidos, pues disminuye la frialdad del nutriente, refuerza el estómago y ayuda a la digestión.

El vino, microcosmos dietético

Don Juan sabía que el vino, por su complexión húmeda y cálida, tiene la propiedad de restaurar con presteza en el hombre las fuerzas que pierde y, especialmente, de conservar y alentar las dos cualidades que vivifican al hombre: el húmedo radical y el calor natural. Así lo entendía en el siglo XVIII Sorapán de Rieros.

Ya en la Edad Media se bebía bastante vino, cuyo costo económico ascendía regularmente a un cuarto de la comida. Arnaldo de Vilanova recomendaba en el siglo XIV que el vino «en el verano sea blanco o clarete y en el invierno tinto o bermejo y que siempre, en su calidad, sea claro y delicado, y su sabor sea sencillo y puro, y el olor suave; y de semejantes vinos procuren siempre de tomar del más flojo, que menos puede sufrir mezcla de agua. Para los cuerpos templados sanguíneos y coléricos, mejor les es beber el vino débil de su naturaleza, echando en él un poco de agua, que vino fuerte con mucha». También cada enfermedad podría combatirse con un tipo de vino. Y estimaban los antiguos que no sólo beneficia el vino al cuerpo, sino también al alma, potenciando el ingenio y curando las malas afecciones. «El vino es luz y estímulo del ingenio», decía López de Corella. Y cura las malas afecciones o pasiones, como la tristeza y el disgusto, el temor y la pusilanimidad, el odio y muchos otros estados de este género. Por todos estos beneficios, López de Corella se atreve a decir que «el vino es un segundo microcosmos, que contiene las propiedades de casi todas las cosas».

El vino rebajado

Pero una cosa es el buen vino; y otra, el mejor vino. Don Juan hubo de aceptar a regañadientes el precepto dietético de beber vino aguado, norma explicable por la especial concepción fisiológica de los medievales: el vino coadyuva al calor natural y a la humedad radical del cuerpo. Por falta de calor la vida se extingue. Pero, si el vino es muy caliente –quizás hoy diríamos, si tiene muchos grados– puede eliminar la humedad radical y sobrevenir la muerte. De ahí la necesidad de ser atemperado con el agua. Como la humedad sustancial humedece los miembros y los refresca del demasiado calor, cosa que hace el agua, de ahí la costumbre antigua de tomar el vino aguado. Ese vino rebajado puede penetrar mejor que el agua y humedecer más. El vino aguado, pues, potencia el calor natural y, por el agua que contiene, humedece. Entonces, ¿qué es mejor para el uso, el vino flaco con poca agua o el vino fuerte con mucha? Lo primero, respondían, pues no eran amigos de vinos fuertes: el vino debidamente rebajado conserva el calor y lo robustece; por tanto, defiende la salud de modo singular. Sobre la proporción de agua con que debe rebajarse el vino, lo más usual era añadir cinco partes de agua a dos o tres de vino. Aunque siendo tan grande la variedad de los vinos, las proporciones cambiaban no sólo conforme a cada región, sino según la complexión individual de cada individuo: porque quien es de temperamento más cálido, debe preferir el vino más rebajado que quien posee un temperamento más frío. Así, los vinos tintos muy fuertes deben rebajarse más que los blancos.

En fin,  Don Juan conocía también un sustituto frecuente del vino, pero compuesto con vino: era el hipocrás o clarea, hecho de cosas que son agudas y encienden, a saber: las especias, el vino, y la miel o azúcar (todas de complexión caliente). Otra alternativa al vino era la cerveza, que fue menos apreciada en España. El refranero español no se recataba en lanzar pullas contra la cerveza: «Quien nísperos come, / y espárragos chupa, / y bebe cerveza, / y besa a una vieja, / ni come, ni chupa, / ni bebe, ni besa».

El vino adulterado

No consideraban los antiguos «adulterado» el vino rebajado con agua, pero sí el vino mezclado con elementos tales como yeso y cal. Para elabor el vino tenían que luchar con problemas de tiempo y espacio. De la viña al lagar podría ser largo el camino, difícil el acarreo y penoso el almacenamiento. Demasiados factores adversos como para mantener una uva entera y bien conservada. Frecuentemente reventaba el fruto y su jugo empezaba a fermentar durante el viaje o en el troje. La acidez y la pérdida de aromas era un indefectible pago por estas contrariedades. De ahí que se acudiera a elementos que, en apariencia, operaban una compensación de propiedades organolépticas y químicas. Todavía en 1588 el doctor Francisco Díaz se quejaba de la costumbre de adulterar los vinos: «Unos se adoban con tierra, otros con yeso, otros con cal, otros con manzanas, otros con claras de huevos, con almendras machacadas, y con otras muchas cosas que tienen mucha malicia». Hasta tal punto se abusaba de esta práctica que en 1570 las Cortes de Córdoba tuvieron que pedir al rey que tomara medidas contra ciertos cosecheros. Los médicos de Don Juan sabían, pues, apreciar el buen vino como un tesoro, pero… bebido con maduro juicio, templada y sobriamente, por medicamento y a fin de conservar la salud y fuerzas. Es lo que dice el refrán castellano: «Quien tuviere buen vino, / bébalo, no lo dé a su vecino». Beber vino fuera de la mesa no era aconsejable dietéticamente. Tampoco convenía a todas las edades. Estaba especialmente recomendado para los viejos: la cualidad fría de la tercera edad queda atemperada por el efecto caliente del vino. En los días de fiesta se bebían los vinos adobados con especias o el hipocrás. Enfocado sólo desde el punto de vista dietético y médico, el vino era recomendable sólo en invierno, siempre rebajado y en poca cantidad.

Ahora bien, que el vino aguado se recomiende como medicina era para Don Juan y el pueblo llano una razón suficiente como para ser recusado: «El vino y la verdad, / sin aguar».