Valero Iriarte (s. XVII-XVIII), “Don Quijote en la venta”. El Caballero es asistido por la gente de la venta.

Las ventas se han distinguido como espacios emblemáticos del viajero, no importa si peregrino o cazador o montañero. Aunque ahora son en buena parte sitios donde sirven comidas y bebidas, tienen un sello especial, y su papel singular requiere un reconocimiento de su presente y de su pasado.

Es patente, en primer lugar, la realidad ambigua de estas ventas, pues no están suficientemente contempladas como tales en el ramo de la hostelería: alguien ha dicho que no son ni restaurantes, ni bares, ni casas de comidas, aunque sean todo eso a la vez.

Quizás por ese carácter ambiguo, cada uno ha podido calificarlas por el lado que mejor le ha parecido. Recordemos que ya Don Quijote solía confundir las ventas con los castillos. En el capítulo 17 de la primera parte de la famosa novela, se relata que, una vez pasada la noche en la venta, el Caballero quiere irse, y el ventero le exige que le pague la cuenta. Pero ya el Caballero Andante le había dicho de manera muy fina y educada que, en agradecimiento a su hospitalidad, él le vengaría los agravios que pudiera haber recibido. Pero el ventero le replicó con firmeza: “Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue ningún agravio, porque yo sé tomar la venganza que me parece, cuando se me hacen: sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, así de la paja y cebada de sus dos bestias, como de la cena y camas”.¿Luego venta es ésta?, replicó Don Quijote”. “Y muy honrada —respondió el ventero.”

Lo que el ventero exigió fue su dinero, y amenazó para conseguirlo. Al fin, las cuentas quedaron saldadas cuando Sancho fue manteado en aquella honrada casa.

No; las ventas no son castillos. Las ventas son lo que son, y exigen el justo pago: suponen un estilo de establecimiento popular que hoy mira al futuro desde un pasado de servicio y pupilaje.

Oteando el pasado

A lo largo de los muchos caminos de Navarra, las ventas fueron sitios de descanso y refección, situadas a cierta distancia de los pueblos y ciudades, ya en el cruce de caminos, ya en las alturas de los puertos, ya en las hondonadas.

Sobre la ubicación geográfica de las ventas quiero hacer referencia, entre las varias rutas antiguas de Navarra, a dos de ellas, que dieron lugar a dos tipos de hostelaje en la Navarra tardomedieval: unas ventas se distribuían a lo largo de la dirección norte-sur, procedente del territorio francés por Som­port, Sangüesa y Monreal: se conocía como la ruta de los peregrinos (“Erromes kamio”); otra, en dirección este-oeste, era el camino real de la Ribera a Pamplona: la ruta tudelana (“Tutera kamio”).

Ambas se cruzaban perpendicularmente en el paraje denominado Arriza­balaga, entre Tiebas y Unzué.

Pues bien, la ruta norte-sur (Erromes kamio) era un camino espiritual, salpicado de iglesias y albergues para viandantes pobres durante la Edad Media; con el paso del tiempo entró en decadencia. La segunda ruta este-oeste, la ruta tudelana (Tutera kamio) era un camino con menos impronta espiritual, o sea, más civil, más político: era recorrida por reyes y príncipes, hombres de iglesia, labriegos y pastores, presos conducidos a las cárceles de Iruña, comerciantes y carreteros. A diferencia de la anterior, esta ruta ven­tera nunca entró en decadencia, sino todo lo contrario, siendo predecesora de muchos restaurantes actuales. La antigua venta de Campanas habría podido dar  testimonio de lo que digo.

En general las ventas tardomedievales pertenecían a Cofradías depen­dientes de las Iglesias que en los parajes que se llamaban de Arrizabalaga todavía llevan su nombre original (San Nicolás, Santa María, etc.); el producto del arrendamiento anual era destinado a mantener capellanías, reparar los edificios y sufragar el gasto de las juntas.

En la ruta que he llamado espiritual, había casas hospitales –hospitalia– asistidas por instituciones religiosas; estaban situadas singularmente en nuestros puertos de montaña o en cruces viales, destinadas a ofrecer gracio­samente refugio, alimentos y cuidados a pobres y enfermos. Pero nada tiene de extraño que en esa ruta espiritual, la de norte-sur, aparecieran poco a poco muchas ventas, secundando, bajo pago, la función gratuita que la casa hospital tuvo durante la Edad Media para atender a personas necesitadas.

Quienes regían aquellos hospitalia gratuitos fueron llamados “hospes”; de donde se derivó la palabra huésped. El huésped no era originariamente el visitante –el cliente–, sino el visitado –el dueño–. Sólo que por otro lado, el ventero tenía una visión mercantilista.

De estas ventas, situadas en los enclaves referidos, hay una larga historia; pero hay un momento que traza un antes y un después: justo el de la implan­tación del ferrocarril, a partir de 1850. Una inmensa cantidad de viajeros y mercancías dejaron de pasar por los antiguos caminos. Y ello motivó que las ventas tuvieran que esmerarse en recibir a los viajeros que, todavía en diligencias, recorrían con incomodidad muchos tramos del territorio.

Bastaría comparar entre sí tres cuentos literarios dedicados a las ventas: uno, del Duque de Rivas (1791-1865), titulado “El ventero”; otro, de Bécquer (1836-1870), «La venta de los gatos«; y  otro de Pío Baroja (1872-1956),  “La venta”. Muchos años los distancian. En medio, la aparición del ferrocarril. El primero retrata en las ventas condiciones rudas y molestas; el segundo refleja un ambiente bullicioso; y el tercero, un clima amable y acogedor: el mismo que han mantenido la mayoría de las ventas navarras hasta hoy.

 

La poca «gracia» de las antiguas ventas

Pero hasta finales del siglo XIX las ventas no eran así. Ello se muestra en la ironía con que habla de las ventas la tradición literaria del Siglo de Oro, presentándolas con el tópico de rudeza y grosería, en la que no falta el pícaro ladrón ni la indecente Maritornes. Novelas como el Quijote, las picarescas como el Guzmán de Alfarache, la Pícara Justina o el Buscón don Pablos, aprovechan los recursos que les brindan las ventas y sus pintorescos habitantes, recursos que siempre solían ser los mismos: el engaño de ofrecer en la comida una cosa por otra, gato por liebre, rocín por ternera; y además el inevitable guiño usurero.

Covarrubias glosaba así el conocido refrán: “Vender gato por liebre: significa engañar en la mercadería; está tomado de los venteros de los cuales se sospecha que lo hacen a necesidad y echan un asno en adobo y lo venden por ternera”. Pero el mismo Covarrubias rebaja el particular tono acusatorio referido a los venteros y lo extiende a todos los mortales, comentando: “Debe ser gracia, y para encarecer cuán tiranos y de poca conciencia son algunos”… y no sólo los venteros.

Hubo incluso una venta famosa y repetidamente aludida en buenas obras dramáticas y cómicas del Siglo de Oro: era la venta de Viveros, entre Ma­drid y Alcalá, que se asomó nada menos que en Las paredes oyen de Ruiz de Alarcón, en El sótano y el torno de Tirso de Molina, en Al pasar del arroyo de Lope de Vega, o Entre bobos anda el juego de Rojas Zorrilla, así como en Las ventas y el reloj de Calderón. Esas obras literarias no dejan de echar pullas al ventero basándose siempre en la mala calidad de la comida que sirve y en la rapacería con que se porta.

Así decía Ruiz de Alarcón en la escena XIV de Las paredes oyen: “Venta de Viveros, /¡dichoso sitio, / si el ventero es cristiano / y es moro el vino! / ¡Sitio dichoso, / si el ventero es cristiano / y el vino moro”.

También de las ventas navarras podrían contarse anécdotas de malas prácticas. Ya desaparecida, y próxima a Murillo el Cuende, estaba la “Venta de Murillete”, escondida en una hondonada junto al camino real. Era famosa por los abusivos precios que cobraba la ventera. Esta dueña pasó a coplas, y existe una jota llena de humor que antaño entonaba el ciego de Murillo: “En la Venta Murillete / un huevo me costó un real, / y me dijo la ventera: / “no le cobro a usted la sal”.

 

El inmovilismo del imaginario ventero

Sin embargo, es un error de miras ir a buscar en la literatura la realidad cotidiana de una venta moderna.

Desde tiempo se sabe que cuando un autor elige determinados persona­jes, la materia folklórica invade su imaginación, y orienta el contenido, la intención y hasta los detalles de su obra. Quiero recordar al respecto la pieza teatral de Pirandello, “Seis personajes en busca de un autor”. En nuestro caso, basta que la venta y el ventero se asomen a las páginas de un libro, para que surja la inevitable retahíla de incomodidades, trapacerías y guisos desabridos, tomados de una insolente tradición oral, más propensa al relato cómico que a la verdad histórica. No olvidemos que ya Aristóteles distinguía la labor del historiador y la del poeta en estos térmi­nos: “La diferencia está en que uno dice lo que ha sucedido y el otro lo que podría suceder”. Por lo tanto, dejemos los relatos literarios y volvamos al hecho histórico de las ventas.

Ahora bien, no se puede negar que desde el siglo XVI abundaban realmente quejas y sátiras sobre la baja calidad de las ventas y la cicatera conducta de algunos venteros. Pero muchos de esos venteros –preciso es decirlo– eran más pacientes que agentes de ese lamentable estado, pues estaban presionados continuamente por los comerciantes y las autoridades de los pueblos aledaños. Por eso, las máximas autoridades españolas to­maron carta en el asunto, no tanto en contra de los venteros cuanto a favor de ellos. Por ejemplo, en 1560, Felipe II dispuso que “para evitar los daños e inconvenientes que a los caminantes se siguen de no hallar, en los mesones donde vienen a posar, los mantenimientos necesarios…, por razón de las ordenanzas que hay en los pueblos para que en los dichos mesones no se vendan ni tengan: ordenamos y mandamos y permitimos que en los mesones de estos Reynos puedan tener y vender… las cosas de comer y beber, así para sus personas como para sus bestias”. (Novísima recopilación de las leyes de España, Libro VII, tit. 36, ley 8).

Asimismo, en los Diccionarios de los Fueros del Reyno de Navarra y de las leyes vigentes hasta el año 1817, Don José Yanguas y Miranda dio a conocer las frecuentes incursiones que la Diputación foral hacía para crear ventas en las rutas principales, inspeccionarlas y controlar su buen funcionamiento. No estaba todo dejado al antojo del ventero.

En cualquier caso, la mala fama de aquella antigua tradición ventera perduró demasiado tiempo en la memoria popular. La literatura, sobre todo, no permitió olvidar el bronco abasto ventero de comidas recias y vinos peleones. Y en general, hasta bien entrado el siglo XX, se llegó a tachar las ventas con no muy benévolos epítetos.

 

Divisando el futuro: los rasgos de una acrisolada venta

Como en ciertos ambientes “venta” vino a ser un término despectivo, ocurrió que en el último tercio del siglo pasado, algunos venteros históricos, temerosos de esa mala fama, cambiaron el rótulo antiguo por el de “restaurante”. Ahora bien, aunque muchos creyeran que las ventas eran establecimientos superados, el pueblo en general no lo estimó así. E incluso están apareciendo como por arte de magia muchas ventas que nunca lo fueron, ni por el lugar, ni por las necesidades que podrían cubrir. Se utiliza el rótulo simplemente para atraer clientela, nada más.

Este fenómeno emergente tiene incluso un significado especial. Pues una vez más ha sido el público el que ha dirigido el gobernalle y sigue habilitando con su concurrencia la venta. Por eso, justo en el centro de su ambigüedad, está su excelencia: y a pesar de las omisiones existentes en las reglamentaciones oficiales, las ventas de Navarra siguen llenando mesas e intentan superarse en su oferta culinaria. Pero, ¿qué quiere el público? ¿Qué se pide de una venta?

Quizás no haya un criterio general para decidir qué es y qué no es venta. Pero es claro que el rótulo de la puerta no es suficiente para entenderla. Ya he dicho que están apareciendo muchas ventas que nunca lo fueron, y que sólo utilizan el rótulo para atraer clientela.

El primer rasgo de una venta es su tradición de hostelaje. La venta, lo que se llama una venta, estaba ahí desde tiempos inmemoriales, al borde del camino de travesía, o en el cruce que hacía la calzada real con la incierta vereda de herradura, a respetable distancia del apiñado pueblo y de la ciudad populosa. Mirando pasar la historia. Espaciosa en sus caballerizas y estrecha en sus alcobas. Más rica en sus fogones que en sus despensas. Abierta su cantina y zaguán al solaz de los cuadrilleros de la Santa Hermandad, a los cansados arrieros de recuas famélicas, a los frailes predicadores, a los exte­nuados peregrinos, a los encargados de postas, al desfallecido carretero, al azorado contrabandista, a mulateros y tirititeros, a comerciantes y trajineros, a cazadores de inquietas jaurías. Ofreciendo al huésped lo que con fatigas podía conseguirse en los contornos.

Pero lo más admirable es que todavía hoy la vieja venta sigue ahí, casi sin perder su identidad étnica y geográfica, al borde de aquellos centenarios caminos convertidos ahora en modernas y expeditivas carreteras; y sigue mirando, viendo el desfile de generaciones que ahora peregrinan a Javier o a Santiago, de viajeros, de cazadores, de montañeros que añoran un pequeño descanso y el disfrute de sabrosos modos culinarios. Ahí está mostrando las raíces gastronómicas tradicionales; ha sabido quintaesenciar la historia y espumar la mucha experiencia que unos y otros han dejado al pasar. Ya sólo necesita calor humano para seguir, nece­sita nuestro entusiasmo.

Si tuvo todo eso de antaño; y si ahora se mantiene con la sabiduría del tiempo y de la historia, ¡eso es una venta!

Somos nosotros los que posiblemente necesitemos de una aguja de bitácora que permita orientarnos en el piélago ventero de Navarra. Y ojalá que las ventas sigan conservando, por vocación, la riqueza gastronómica popular de Navarra, y que estén orgullosas de este tesoro, sin envidiar cocinas futuristas, casi siempre de corto recorrido temporal. Yo desearía que la venta siga siendo el reflejo de nuestra historia gastronómica, que no es poco; y que no se decidiera a ser otra cosa.

 

Un duende, para terminar

Antes de terminar me permito imaginar al antiguo ventero identificado con el personaje que describe Angel Saavedra, el Duque de Rivas, en su pequeño cuento sobre El ventero: “Más de cuarenta años de edad. Traje según el del país en que está la venta, pero un poco exagerado, y siempre con algún fililí o ribete del de otra provincia. Aspecto grave, pocas palabras, ojos observadores, aire desconfiado o de superioridad, según son los huéspedes que llegan a su casa”.

Estoy seguro que esa simpática figura del ventero con fililí en su indumentaria, proyectada en el tiempo, no está muy lejos de nosotros, celado aquí entre las personas que le heredaron, orgulloso sin duda de haber mantenido conversa­ciones sencillas con viajeros y caminantes que en su zaguán se sentaban a cenar, junto a los trepidantes leños de la chimenea. Él nos hubiera asegurado, para terminar con versos de Lope de Vega, sus buenos modos y cualidades: “Que soy ventero y de bien / y de muy honrados tratos / en este que usando estoy, / y no soy hombre que doy / a nadie liebre por gato”.