Joaquim von Sandrart (1606-1688), "El cocinero", o "El mes de febrero". El artista quiere expresar los momentos previos a la Cuaresma, en los que es lícito todavía comer carnes, expuestas en el primer plano del cuadro. Al fondo se aprecia un jolgorioso convite, previo al tiempo de abstinencia.

Hay antañones libros de cocina moderna con maravillosas y elaboradas recetas -libros que han tenido decenas de ediciones, como el de  «Geno y su cocina» 1946-. Y lo más importante: han recogido en ellos una eseñanza directa  e inagotable que los autores impartían en su propia cocina a centenares de personas que aprendieron a gustar y estimar los platos de siempre, bajo una estupenda dirección llena de buen criterio y equilibrio. Esos libros -no hay muchos, ciertamente- se hacen  imprescindiblen para analizar la cocina regional o nacional; y son todavía una referencia viva para todos aquellos que quieran adentrarse en los entresijos de los fogones.

Este hecho me ha estimulado a reflexionar sobre la importancia de la educación de la sensibilidad gastronómica, que empieza, a no dudar, por atender a las enseñanzas de los buenos cocineros.   

 

La complejidad de nuestras sensaciones gustativas

Varias veces he tenido la ingrata sorpresa de no entender lo que una carta de restaurante me ofrecía. En largas frases allí estampadas he visto incluso que se pulverizaba la debida disposición gramatical de sustantivos y adjetivos.

Intento dar una respuesta sencilla a este problema, aparentemente lin­güístico, recordando los conocimientos más esenciales que debería poseer cualquier persona que entra en un restaurante. El primero de esos conocimientos se refiere a los sabores y los olores.

¿Qué es más importante a la hora de elegir nuestra alimentación: las propiedades sensoriales de los productos o su valor nutritivo real? Casi siempre las primeras. Y los olores, a su vez, no nos impulsan a comer sino cuando han sido evaluados por el cerebro como cosas conocidas en el seno familiar más o menos próximo. Cuando los judíos atravesaban el desierto del Sinaí, encontraron un alimento nuevo –el maná celeste–, el cual no les parecía gustoso, comparado con los aromáticos puerros, cebollas y ajos o con los fragantes melones y pepinos que consumían en Egipto.

¿Qué papel desempeñan las sensaciones en la vida psíquica?

El hombre siente hambre y sed; e intenta calmarlas volcándose a un mundo que emite continuamente significaciones hacia el sujeto; y éste las recibe en la forma de sensación: color, sabor, sonido, dureza, etc.

Conviene advertir que en el lenguaje gastronómico se designa como gusto, en primer lugar, el conjunto de los sentidos químicos que son estimulados por sustancias en solución; por lo tanto, comprende inicialmente el gusto originado en las papilas gustativas de la lengua (que responden a los sabores clásicos: amargo, ácido, salado y dulce, más el umami); abarca, en segundo lugar, el olfato, cuyo órgano son los «bastoncillos olfa­tivos» que tienen su sede en las «fosas nasales». Pero también, en tercer lugar,  el tacto con las sensaciones de somestesia (presión, temperatura y dolor que proceden de la piel y de los mús­culos), mediante las cuales se clarifica, por ejemplo, la textura de los alimentos. Así pues, el órgano primario de las sensaciones que se producen en la lengua son principalmente las papilas gustativas distribuidas en el arco lingual.  Ahora bien, todas las células gustativas, con sus terminaciones nerviosas, están distribuidas por toda la lengua, incluso por el cielo de la boca, aunque en algunas regiones se concentren más células de un solo sabor: por ejemplo, en la punta se concentran las de lo dulce y lo salado, y en la parte posterior, las de lo amargo y ácido.  El umami (que en japonés significa sabroso) fue incorporado a la lista de los gustos por el fisiólogo japonés Kikunae Ikeda; con ese término  quiso caracterizar un gusto distintivo que podría encontrarse en espárragos, tomates, queso, carnes y, muy especialmnte, en el caldo de un alga marina que, siendo conocido en la cocina tradicional japonesa, era rico en este específico sabor: obtuvo cristales de glutamato monosódico, a cuyo específico sabor llamó umami, que hoy en día se utiliza para potenciar el sabor natural de los alimentos. Umami representa el sabor de los aminoácidos de glutamato y ribonucleótidos. Se describe como un sabor agradable «de caldo» o «de carne» con una larga permanencia en boca, y la sensación de revestimiento sobre la lengua. Lo cual significa que junto a las células específicas para detectar el ácido, el amargo, el dulce y el salado, hay células receptoras especializadas presentes en la lengua para detectar el anión del glutamato.

De modo general decimos que un alimento está poco aderezado cuando se dan sensaciones químicas desvaídas. Un alimento puede resultar insípido cuando se padece un resfriado que impide sentir su olor: no se puede entonces sentir la diferencia sensorial entre un trozo de manzana y un trozo de patata cruda, que tan sólo pueden distinguirse entonces por su textura (somestesia). Otro ejemplo, el pan de centeno sabe más áspero que el de trigo; la sensación de áspero es preponderantemente somestésica.

¿Qué relación hay entre la excitación que viene del alimento y la sensación que se produce en nuestra lengua? Si en el mundo físico-químico existe igualdad entre acción y reacción (por ejemplo, entre la fuerza con que golpeo una bola de billar y el desplazamiento que ésta sufre), no ocurre lo mismo en el ámbito psicológico de la gastronomía. Aquí la excitación externa no es simple resultado cuantitativo de la excitación física. No hay equivalencia entre excita­ción y sensación.

 

Umbrales o dinteles de sensación

En realidad el excitante no provoca la sensación sino cuando alcanza una intensidad determinada, sin rebasarla. Si nos colocan un miligramo de azúcar en la lengua no sentimos sabor dulce. Hace falta más cantidad. Y cien gramos de azúcar en la boca eliminarían todo tipo de sensación. Se impone, por lo tanto, hablar psicológicamente de dinteles o umbrales de sensación.

Para cada sensación hay un umbral mí­nimo y un umbral máximo. En general, el umbral varía para cada excitación específica: para lo dulce se necesita más cantidad excitativa que para lo salado, y para lo salado más que para lo ácido, y para lo ácido más que para lo agrio. Recibimos lo dulce de una forma pobre y mortecina en el azúcar, pero de una manera plena y viva en la fruta. La amputación de la lengua (que fue practicada como castigo por algunos pueblos norteafricanos) lleva consigo la pérdida del sabor dulce y salado.

A su vez, esos umbrales varían según los individuos; y, en cada individuo, según el estado fisiológico, la edad, las disposiciones adquiridas, el ejercicio. Ocurre, por ejemplo, que las papilas de­clinan, tanto en número como en sensibilidad, con el envejecimiento, de modo que una persona de setenta y cinco años ha perdido alrededor de dos tercios de las papilas que poseía a los treinta. Este fenómeno explica por qué el viejo se queja de que la comida de nuestros días carece del sabor que tenía en su infancia.

Por otro lado, algunos antropólogos estiman que en el hombre debe distinguirse no sólo un umbral biológico sino también otro umbral cultural. Aquí en Navarra, donde impera una buena cultura culinaria, es decir, un interés diferenciado por las cualidades que afectan al sentido del gusto, es posible apreciar decenas de cualidades distintas. Véase, a este propósito, la terminología usada en una lista de vinos añejos para señalar su composición y sus años respectivos. Para el hambriento y el sediento, en cambio, los manjares exquisitos y los refinamientos de cocina y bodega se confunden en una vaga impresión de conjunto, más o menos equivalente al gusto proporcio­nado por un vaso de agua y unas patatas fritas.

No se puede decir lo mismo, hoy por hoy, de nuestra baja cultura del olfato. Los orientales, en cambio, tuvieron un nivel olfativo muy fino: se sabe que los sultanes otomanos tenían a sueldo oficiales encargados de los aromas, cuya tarea consistía en determinar el olor individual que convenía a una per­sona, a un objeto, a una habitación y hasta a un libro. Para un olfato no diferenciado no queda de este mundo sutilmente articulado nada más que la sola y vulgar impresión: “aquí huele bien”.

Por tanto, los umbrales de la sensibilidad están condicionados por factores biológicos y culturales, los cuales hacen de umbrales de cultura que limitan o amplían el campo de nuestra sensibilidad. Pues bien, el valor de los umbrales y la diferenciación de cualidades se acrecienta o atrofia en relación con la orientación del interés humano incorporado a los estilos de la cultura. Una buena educación gastronómica hace que la gente pueda adentrarse en un mundo de sabores y olores desconocidos por la mayoría.

Pero ocurre que muchas veces ese interés funciona como freno gastronómico inútil o alambicado. Recordemos un ejemplo, sacado de las costumbres de la antigua Roma, donde muchos nobles y emperadores tenían la manía de ocultar el verdadero sabor de los manjares: a un cocinero de Augusto se le erigió una estatua por haber preparado un pollo con sabor a gallina.

Entendido el gusto globalmente –en el que se incluye no sólo el gusto específicamente tomado, sino también el olfato, el tacto y la vista– es un sentido que en el hombre requiere aprendizaje. No sólo se aprende el significado que se da a las sensaciones ligadas al alimento, sino también el cuadro de referencia personal, social y cultural en el que se inscribe el acto alimentario. Este aprendizaje se realiza al menos en dos niveles. El primero es el de la denominación misma de cualidades sensoriales: se comprende así que tal señal sensorial es nombrada dulce o salada, canela o rosa, caliente o tibia. El segundo se da para fijar una escala de intensidades y, más aún, de valores: se aprende, por la repetición y la experiencia, que el mismo sabor, el mismo olor, puede comportar intensidades diferentes: tal pastel será demasiado azucarado en una sociedad y poco en otra. En contacto con el medio cultural el niño aprende no sólo el valor nutritivo de los alimentos, sino también su índole placentera, su va­lor simbólico y el modo de comerlo.

 

Imaginación, memoria y lenguaje en el gusto gastronómico

Para un hombre adulto, el dato sensorial (de dulce, de ácido, de salado, de amargo) no se da nunca en estado puro: está en conexión con los demás datos sensibles y además con el campo sensorial en que aparece. De suerte que el significado sensible de ese dato no está regido por las estimulaciones físicas puntuales de un objeto aislado, sino por el conjunto del campo sensorial. La percepción de un alimento no es un acto confinado, sino un modo de estar en el mundo y se realiza sobre el fondo o el horizonte de un mundo. Este horizonte es vivencialmente distinto en cada hombre («yo soy yo y mi circunstancia», decía Ortega y Gasset) y su estructura responde no sólo a datos presentes, sino muy especialmente a datos pasados que permanecen virtualmente. También están implicados en él la atención y el interés. El acto de sentir y percibir los ali­mentos que se van a comer se articula así en una atmósfera vivencial, en un mundo propio que nos predispone a determinadas percepcio­nes y nos cierra, al menos momentáneamente, la aparición de otras.

En este acto de percepción puede intervenir, dirigida por el interés y la atención, la memoria, cuya función no estriba entonces en constituir la percepción misma (pues para recordar un objeto debo antes haberlo percibido), sino en precisar o completar significados insuficientes y hacer que un halo afectivo y representativo, más o menos rico, acompañe a la percepción misma. Es lo que se refleja en el «umbral cultural» de las sen­saciones.

Recordemos a este propósito que en la corte francesa del Rey Sol había catadores que podían averiguar, por la firmeza y sabor de la carne, si el muslo de faisán que estaban comiendo correspondía a la pata que el ave replegaba para dormirse o a la otra. Los gourmets de Roma no eran menos perspicaces. Cuenta Juvenal que un tal Montanus «distinguía al primer bocado una ostra de Circeo de las de la roca de Lucrina, o de los fondos de Rutupia y era capaz de dictaminar, al primer golpe de vista, en qué orilla había sido capturado un erizo». Y Horacio relata que en casa de un anfitrión «se sirvió primero un jabalí de Lucania cazado con ligero viento de mediodía».

 

Punto y final

En conclusión, sobre la percepción gastronómica pueden influir la memoria y la fantasía conjuntamente, enmascarando lo mediocre so capa de extraordinario o rebajando lo exquisito al límite de lo repugnante. Lo que tradicionalmente se reputa sabroso en un área cultural o lo que una literatura gastronómica alaba encendidamente es una orientación inconsciente que inclina a la aceptación gustativa o, por el contrario, al rechazo.

El lenguaje rebuscado que se refleja en muchas cartas de pretenciosos cocineros influye también sobre nuestras sensaciones, y acaba por sugestionarnos acerca de la calidad sensorial de lo que comemos. O sea, puede engañarnos. Así, cuando yo degusto un plato que me ha sido alabado por un crítico famoso, su nombre, además de su éxito, se interpone entre mi sensa­ción y mi conciencia, y hasta creo que el sabor me agrada, mientras que con un mínimo esfuerzo de atención se rebajaría el encanto.

Esta presencia, en la percepción gastronómica, de imágenes, recuerdos y lenguaje, es digna de meditación. Pues prueba que la percepción gastronómica está condicionada por lo biológico, lo cultural y lo histórico.

Creo, en fin, que deberíamos  hacer un esfuerzo pedagógico para salvar a la gastronomía de la falsedad gustativa, por exceso y por defecto. A mí me entusiasman los cocineros que tienen por lema hacer que en la cocina cada cosa tenga el gusto que le es propio. Y podría decir con un gastrónomo francés: «La cuisine, c’est quand les choses ont le goût de ce qu’elles sont«.