En cualquier iluminación de un manuscrito medieval que exponga gente alrededor de la mesa, apenas se hallan utensilios como cuchillos o cucharas y nunca el tenedor.

Un refinado comer con los dedos

Los modos de mesa no se vieron en­riquecidos y refinados com­pletamente en Europa hasta que incorporaron lo que hoy denomi­namos tenedor, un sencillo utensilio que consiste en un astil con dientes o púas en un extremo. Con el te­nedor alcanza Europa la objetivación cultural más alta en el trato con la co­mida, pues rea­liza la mediación pura del hombre con el alimento, sin tener que to­carlo con los dedos o las manos. El te­nedor abre las puertas de Europa a la modernidad. Incluso los refinados roma­nos comían con los dedos; y la diferencia entre un plebeyo y un patricio estri­baba en que aquél lo solía hacer con los cinco dedos, mientras que éste utilizaba sola­mente tres, sin ensuciarse el anular y el meñique. Así lo enseñaba Ovidio: Carpe cibos, digitis, est quiddam gestus edendi; ora nec inmunda tota perunge manu.

El tenedor fue inventado hace unos mil años, pero su uso normal data de hace cuatro siglos (hacia el 1600 d.C.). La aplicación de este utensilio en la mesa se debe a un proceso de madurez espiri­tual. El caso es que su forma fue ya co­nocida desde la antigüedad más remota; pero los fines a los que se aplicaba esta­ban ligados a facto­res bélicos o agrícolas. Así, por ejemplo, el dios Neptuno es figu­rado portando un tridente, especie de enorme tenedor de tres púas y mango tan largo como una lanza, con el que –según la mi­tología– luchaba contra los gigantes y golpeaba la tierra para hacer que brota­sen los manantiales. También era el tri­dente un arma que acompañaba a ciertos gladiadores (los retiarii, provistos de red y tridente), como se aprecia en bajorre­lieves y mosaicos romanos.

Los griegos y romanos utilizaban una cu­chara para tomar los alimentos líquidos, en ocasiones susti­tuida por una corteza de pan. En los va­sos pintados no aparece el cu­chillo en la mano de ningún comensal; y es que sólo era utilizado para trinchar las viandas antes de presentarlas en la mesa. Los griegos no usaron la servilleta –sí en cambio algunos romanos– y se servían de migas de pan para enjugarse los dedos. De manera parecida se comportaron los medievales.

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Posturas incómodas

El hombre antiguo y medieval se lleva los alimentos a la boca cogiéndolos con los dedos. Cierto es que en esta inmedia­tez ma­nual se puede apreciar paulatina­mente cierto progreso. Por ejem­plo, el rey Alfonso el Sabio († 1284) prescribe en sus Partidas –la segunda– que los ayos no consientan a los príncipes coger las viandas «con todos los cinco dedos» de la mano, dando a entender que la ur­banidad recomienda el uso de dos o tres dedos solamente.

Pero el uso del tenedor se vulgarizó, a partir del siglo XVII, de una manera in­mediata sólo en Europa. Los Turcos si­guieron co­miendo con los dedos, al igual que lo hicieran los Griegos y los Romanos.

Entre estos últimos, las viandas eran servidas ya troceadas; pero las posición horizontal del cuerpo recostado en un le­cho inclinado paralizaba completamente un brazo haciendo imposible el uso de un segundo instrumento –como el tene­dor–.

La costumbre de comer con los dedos fue continuada por los árabes, incluso por los pueblos que más en contacto es­tuvieron con la civilización europea, como los argelinos a través de los france­ses. Por otro lado, los chinos y los hin­dúes comen con palillos, y los manejan con tal destreza que son capaces de prender un solo grano de arroz.

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Primeros tanteos con horquetas en la mesa

De modo que ni los antiguos ni los medievales europeos co­nocieron el tene­dor como utensilio de mesa. Es probable que hacia finales del imperio bizantino (s. XIV), cuyo refinamiento es cono­cido, se utilizara en la mesa un pequeño trin­chante con horquilla. Se sabe que en Italia una duquesa veneciana de origen bizantino ordenaba que un esclavo eu­nuco le llevase a la boca la comida con un trinchante de esa clase. Pero este uso puede consignarse como cosa rara y ex­travagante.

Así, pues, aunque en el siglo XV se hace mención de tenedores para comer, se acentúa su empleo como algo excén­trico, refinado y chocante, por lo que no era posible su aplicación normalizada en la mesa.

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Los antiguos utensilios de la mesa

Los enseres que la España medieval ponía en la mesa eran bas­tante rudimen­tarios: a la derecha el gañivete (cuchillo de cabo agudo) y el cubilete (o copa para las bebidas), a la izquierda el pan y la cuchara (más usada en el norte de Europa que en España y Portugal), la es­cudilla (taza de madera sin asa) para las viandas lí­quidas o menos sólidas, el paño (o servilleta) en el hombro iz­quierdo. Al principio la sopa se bebe en la sopera común; después, hacia el siglo XVI, las maneras corteses prescriben servirse de la cuchara –probablemente entre varios comensales se utilizaba una sola –. Era frecuente que cada dos personas usaran el mismo plato, especialmente las parejas de enamorados y los esposos. El pan podía servir de plato si era cortado en grandes rebanadas, so­bre las cuales se servía la carne o el pescado.

Hacia el siglo XI d.C. se usaban me­sas, cuadradas o redondas, sobre las que se colocaban manteles que al principio llegaban hasta el suelo; aunque poste­riormente se acortaron para dejar al des­cubierto las artísticas patas de la mesa. A los comensales de se­gunda categoría se les servía directamente sobre ese mantel, mientras que a las personas principales se les ponía otro pequeño ricamente bor­dado.

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Rudas maneras de mesa

Con esta escasa instrumentación, los comensales debian seguir una serie de normas, dirigidas a proscribir costumbres de mesa inciviles, especialmente la sucie­dad de las manos. El poema de Tannhäuser (siglo XIII) recapitula algu­nas de tales prohibiciones. Si medimos con criterios actuales las prohibiciones de la socie­dad medieval, habremos de concluir que el con­trol social es todavía relativa­mente moderado y los modales son de­sen­vueltos: «No se debe hacer ruido al co­mer, no hay que sor­ber ruidosamente, no se debe escupir sobre la mesa; no de­ben so­narse las narices en el mantel que sirve para limpiar los dedos gra­sientos, tam­poco hay que sonarse en los dedos que van a me­terse en el plato común. Pero se considera como algo natural el comer en la misma fuente, en el mismo plato que los demás. Sólo que no se debe uno pre­cipitar como un cerdo sobre las viandas ni mojar en la salsa común el trozo de pan en el cual se ha mor­dido» (N. Elias).

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Elogio del trinchador medieval

Cuando los animales cocinados se presentaban casi enteros en la mesa, los comensales no podían cortar la vianda personalmente. Era preciso un «corta­dor», un trinchador que fuese tro­ceando al animal. En el siglo IX a.C. Homero nos describe a Ulises y Eumeo cortando, de una manera rudimentaria, la carne asada y repar­tiéndola entre los invi­tados; pero en Grecia el arte de trin­char al­canza su cima en el tiempo de Pericles (s. V a.C). La pericia en el trin­char fue des­pués heredada por los roma­nos, en cuyos fes­tines había scissores que con teatra­lidad cortaban la carne senta­dos frente al anfitrión, siguiendo un arte de gran pulcritud.

El trinchador medieval debía poseer conocimientos anatómicos, no sólo para cortar la ración adecuada (tantos trozos como invi­tados hubiere), sino para redu­cir la comida a bocados que el co­mensal pudiese pinchar con el gañivete o coger con los dedos, que era lo más frecuente. De ahí que abundasen tratados de trin­char. Por ejemplo, el famoso de Enrique de Villena, Arte cisoria (1423). Este ar­te no era de los llamados «serviles», sino de los conceptuados «mecánicos o liberales» (tales como «cortar de cuchillo, dançar, cantar, trobar, nadar, jugar d’esgrima, ju­gar axe­drez e tablas, pensar e criar caba­llos, cozinar, cavalgar e las maneras e tenpra­miento del cuerpo» ). De ahí que incluso los grandes del reino ofi­ciasen a veces de trinchantes en los banquetes. Ya entre los ro­manos no se encargaban de las tareas del trinchar los esclavos, sino los libertos. La ausencia de tenedor hacía necesaria la presen­cia de un trinchador oficial. Nada tiene de extraño que al in­trodu­cirse el tenedor, desapareciese pau­latinamente el oficio de trin­chante, aun­que, a decir ver­dad, hasta el siglo XIX se prolonga este arte unido a las costumbres de anfitriones acau­dalados. También hoy suele haber en ciertos res­taurantes distin­guidos camareros instrui­dos en la tarea de trinchar, tanto carnes como pes­cados. Y en familia es frecuente que el padre re­cabe para sí en la mesa la noble tarea de este arte. Pero ya no tiene una función «minis­terial», sino solemne, unida a la autoridad del ca­beza de fami­lia.

Es curioso observar que uno de los instrumentos que usaba el trinchador para sujetar con fuerza las piezas y ofre­cerlas una vez cortadas a los invitados se parecía mucho a lo que hoy entendemos por «tenedor»: se llamaba «broca» , utensilio de unos veinte cen­tímetros de largo, cuyo mango terminaba, por un extremo, en dos o tres puntas y, por el otro, en un afilado punzón. Enrique de Vi­llena llega a decir que la broca de dos puntas es superior a los de­dos para llevar la comida a la boca sin untarse las ma­nos. Presa­gia, pues, el uso de la broca como tenedor individual y, con ello, sin darse cuenta, el final del oficio del Arte cisoria.

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Indicios del tenedor

Con una antigüedad de 4000 años a.C. se han encontrado mi niaturas de te nedores en las excavaciones arqueológicas de Catal Hoyuk (Turquía), pero nadie sabe qué función desempeñaban ni si se utilizaban en la mesa.

Ahora bien, no puede decirse que a finales de la Edad Media se desconociera el uso del tenedor. Se mencionan in­cluso tenedores en los inventarios que se hacían de los grandes señores. Así, en el Inventario de Carlos V de Francia (1380) se habla de un tenedor que se colocaba en el estuche de utensilios que el monarca disponía para comer. Se mencionan asímismo cuatro tenedores de plata con mango de cristal (Inventario del duque de Berry, 1416), etc. Pero el tenedor es usado para fines muy extra­ordinarios, como pinchar frutas (moras, uvas, peras), o sacar la sopa del vino, o sujetar pe­queños trozos de asado al queso, entre otros. De cualquier modo, ni en las pinturas ni en los códices medieva­les –tan minuciosos en detalles de la vida cotidiana– es dibujado el tenedor como ins­trumento normal del comer. Y aunque fuese un utensilio de mesa en los últimos tiem­pos de la Edad Media, no era empleado para llevar la vianda a la boca, sino para trinchar. No era parte del cu­bierto, sino un elemento mecánico, auxi­liar de una tercera persona.

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La urbanidad en la mesa sin tenedor

Todavía en pleno siglo XVI  Erasmo de Rotterdam († 1536) dispone ex­plíci­tamente que en la mesa las viandas se to­men con tres dedos (el pulgar y los de­dos adyacentes); y así recomienda la urbanidad en el comportamiento de los jóvenes en la mesa, dentro de su librito  De civili­tate morum puerilium (Sobre la urbani­dad en la infancia, 1530), in­corporando algunas normas –positi­vas para aquel tiempo–, que hoy nos parecerían rechazables. Y aunque menciona una es­pecie de tenedor, sólo le pre­ocupa expli­car ciertas reglas de urbanidad y  lim­pieza de los de­dos.

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Viene el aprecio del tenedor

Pequeños tenedores para comer apa­recen ciertamente en la Toscana del siglo XI, pero su uso quedó proscrito, debido a la idea de que sólo los dedos eran dignos de tocar directamente los ali­mentos que la naturaleza proporcionaba . Eran de oro y plata; y solían tener dos púas. Durante dos siglos siguió pareciendo una novedad escandalosa. De Toscana –a donde huyó perseguido– in­trodujo To­más Becket , arzobispo de Canter­bury, el tenedor bi­dente en Inglaterra. Se dice que los nobles llega­ron a utilizarlo para sus duelos; aunque el tenedor no prendió en la mesa y se ex­hibió como una costosa curiosidad ita­liana.

El rey Eduar­do I de Inglaterra po­seía, según su inven­tario de 1307, miles de cu­charas y cu­chillos, pero sólo siete tene­dores. Por su parte, el rey Carlos V de Francia († 1380), sólo contaba con doce tenedores adornados con piedras pre­ciosas, pero ninguno destinado a la co­mida.

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Un inicio algo afectado y cursi

El tenedor funda costumbre en el úl­timo cuarto del siglo XVI (hacia 1580), según el libro Description de l’isle des Hermaphro­dites –panfleto contra las maneras de la corte de Enrique III, mo­narca tachado de afeminado– donde se habla irónicamente del em­pleo del tene­dor para pinchar la carne y la ensalada («quelque dif­ficile que se fût»). ¿Por qué razón llegó a incorporarse como utensi­lio de mesa? Se cree que debido a otro uso de corte: la am­plia gola que usaba el rey Enri­que III de Francia († 1589) era un impedimento para llevar con las ma­nos la comida a la boca; el te­nedor acabó facilitando esa faena. A partir de este momento se mencionan cubiertos com­pletos, compuestos de cuchara, cuchillo y tenedor. Son famosos y valiosos los te­nedores del siglo XVI con­servados en distintos mu­seos europeos, como el del Louvre.

Este y otros hechos similares dan pie para pensar que lo que de­sencadenó la prohibición de comer con los dedos y la intro­ducción del tenedor y del cubierto, no fue un motivo primario y consciente de «higiene», sino otro global de cortesía, decoro, con­veniencia, etc. En realidad puede ocurrir que en una capa social se despierte un sentimiento de malestar ante una conducta (comer con los dedos), debido a que quizás se ha ensayado un comportamiento nuevo (usar el tenedor propiamente dicho) por motivos azarosos, como el hecho de que el rey y sus invi­tados lucieran una amplia gola. Enton­ces la gente de esa capa social ex­pe­rimenta incons­cientemente en el nuevo proceder una manera más higiénica que el comer con los dedos. Y consiguiente­mente surge un rechazo psi­cológico de la primitiva y realmente sucia costumbre. Este sen­timiento origina una prohibición: ¡no comas con los dedos, usa el tenedor! Aunque no nació de una primera expe­riencia real de la higiene, quedó plas­mada conscientemente como una regla de ur­banidad y cortesía, en la cual se in­cluyó como algo evidente el factor de la limpieza: no puede ser decorosa y cortés una persona sucia. A partir de este mo­mento, el factor higiénico incorporado impediría que las normas de urbanidad dieran un paso atrás.

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La asimilación sociológica de la costumbre del tenedor

Podemos, pues, distinguir en la im­plantación de la nueva cos­tumbre tres fa­ses. En primer lugar, una capa social asimila vital­mente, de manera incons­ciente y experimental, la realidad higié­nica de un nuevo comportamiento; viene a decir inconscien­temente: «esa realidad higiénica soy yo». En segundo lugar, debido a esta asimi­lación o identificación de la realidad hi­giénica con la realidad de la capa social misma (las otras capas, distintas o inferio­res, no la ejercen), la costumbre produ­cida se convierte en «mo­delo» para las demás gentes. En tercer lugar, ocurre una extensión y, con ello, una devaluación de la la costumbre: se devalúa, porque la segunda capa social desecha y aleja el «yo» de la capa pri­mera y se queda sólo con la costumbre en sí, adaptada incluso a nuevas cir­cuns­tancias de tiempo y espacio: ya es «nues­tra costumbre».

Ahora bien, inicialmente el tenedor fue utilizado más como instrumento de lujo que como utensilio corriente. La in­novación del tenedor no se impuso in­mediatamente . Y así vemos que en 1609 la princesa de Condé comía con los dedos y con los guantes puestos. Un dato curioso: el rey Luis XIII de Francia (1601-1643), educado ya en moldes modernos de la corte francesa, usó desde niño el tenedor; pero su esposa Ana de Austria (1601-1666), educada en la corte de España, no pudo acostumbrarse a él y se servía con los dedos  En cambio, el rey español Felipe III († 1621), a través de su valido Francisco de Sandoval, pro­movió el uso del tenedor, conocido en España, según el número de púas, con el nombre de horquilla, bidente, tridente y cuadrigirlo.

Cuando hacia la segunda mitad del siglo XVII se consolida la sociedad de corte (como la de Luis XIV, quien por cierto seguía comiendo con los dedos), las gentes pudientes que viven en pro­vincias desean informarse de las costum­bres y usos allí vigentes.

A través de li­bros de urbanidad o «civilité», las modas cortesanas se intro­ducen en las capas medias acomodadas, no sin sufrir, al ser imitadas, una adapta­ción que les hace perder la marca distin­tiva de la capa diri­gente. Fueron «deva­luadas» –como dice N. Elias–, aun­que la modificación de las costumbres de corte tiene una di­rección: desemboca en lo que después se llamó «refinamiento» o «civi­lidad», conjunto de normas que han des­plazado todo lo que fue considerado como penoso y vergon­zoso . También el aristo­crático tenedor, que es pulcro y facilita el dominio de la vianda, se acaba democratizando.

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Las buenas maneras en la mesa con tenedor

Mas aunque a finales del siglo XVIII se enriquecen las capas burguesas, consi­guiendo un nivel social más elevado, no por eso queda abolida la jerarquía social, pues «los elementos aristo­cráticos y los elementos burgueses unidos al signo de la corte se frecuentan recíprocamente». Los modelos de la corte son im­plantados, a través de la enseñanza, en las capas in­feriores. Parece que en ese momento ya han conseguido los modos de mesa un nivel de urbanidad parecido al que hoy tenemos

Bastaría contrastar lo dicho con un modelo cualquiera del siglo XVIII, por ejemplo, las Reglas de buena crianza, publicadas en Barcelona, año 1781.

Estas normas de urbanidad están hoy incorporadas, con pocas variantes, en nuestras maneras de mesa, preocupadas por la limpie­za, el orden, la estética y el respeto a los demás.