Cocinar hizo al hombre es un libro de Faustino Cordón publicado por la Editorial Tusquets (Barcelona, 1979). Ha tenido varias ediciones y, aunque queda un poco alejado en el tiempo,  es un punto de referencia para contrastar científica y filosóficamente el fenómeno bio-antropológico de la nutrición.  Los títulos de sus capítulos responden fielmente al contenido: “Un problema de filosofía natural”, “De cómo un mono fue expulsado del árbol”, “El mono se puso de pie y adaptó el útil”, “La cocina enseñó a hablar, y así modeló al hombre”, “La cocina bajo la palabra”.

Aunque el libro es un ensayo de divulgación de sus teorías sobre el origen del hombre, subraya bien la idea de la índole de la actividad culinaria y a la importancia evolutiva de la cocina para el porvenir del homínido, al constituirle en autótrofo y ponerle en condiciones de adquirir habilidades importantísimas.

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El contenido del libro no me ha dejado indiferente. Y reconozco que el fenómeno cultural que verosímilmente ha tenido más influencia en la modificación de la morfología humana es la cocción de los alimentos.

Durante las últimas etapas de este proceso aparecen, desde hace medio millón de años, muestras de la inteligencia espiritual propiamente humana (utensilios, fuego, organización social). Con ésta la evolución incorpora –desde fuera de los mecanismos químicos, biológicos y ecológicos, pero condicionado por estos– un ele­mento irreductible que necesita explicación aparte.

Sin embargo –y a propósito del tema de la alimentación–, no todos ven de la misma manera la presencia y el papel de la inteligencia en el proceso evolutivo. Por ejemplo, Faustino Cordón sienta en su libro citado, la sugerente tesis de que «la práctica culinaria (es decir, la ubérrima transformación de alimento, propio de otros animales, en alimento adecuado al aparato digestivo del homínido) fue, precisamente, lo que estableció la circunstancia adecuada para que la comunicación por gritos animales, propia de los homínidos, se transformase en la palabra, en el modo de comunicación característico del hombre, y que, de hecho, lo define». O también: «la cocina fue la partera del hom­bre». Pero lejos de aportar Cordón datos científicos que avalen su tesis (la transformación del grito en palabra) sólo brinda la vaga hipótesis de una secuencia de posibles hechos, no comproba­dos ni contrastados. Reconoce que fué «una hazaña memorable descubrir la transformación del alimento», pero esa hazaña sólo tiene, en Cordón, una explicación mecánica.

Ahora bien, ¿no sería más correcta la explicación inversa? La palabra es expresión del espíritu humano, de la inteligencia. No es primero la palabra y después la inteligencia. Porque sin inteligen­cia (capacidad de establecer relaciones concretas y abstractas) no hay palabra. La tesis más lógica sería que la palabra brotada de la inteligencia (espíritu) hizo a la cocina y al alimento estrictamente humano.

La tesis de que la cocina hizo a la palabra y al hombre racional es repetida insistentemente por Cordón como un soni­quete. Uno queda estupefacto cuando lee –y cito sólo un botón entre numerosas muestras–: «La cocina fue conquistada por un homínido de facultades congénitas humanas, o casi humanas, pero falto aún del instrumento cognoscitivo esencial del hombre, la pa­labra, aunque de una paciencia y de una capacidad de observación desarrollada por cientos de miles de años de elaboración de útiles; esto es, de un homínido que poseía ya la autodisciplina que le permitía fijarse y alcanzar algunos objetivos mediatos»[5].

¿Qué significado inteligible encierra la expresión «humanas o casi humanas»? ¿Cómo puede decirse que carece de inteligencia y de palabra un homínido que posee ya «autodisciplina», capacidad de «fijarse» y de «alcanzar objetivos mediatos»? ¿Para qué iba a necesitar entonces una segunda inteligencia, si ya era inteligente?

La inteligencia es un factor cualitativo: o se tiene o no se tiene. El más o el menos de inteligencia se refiere a su  grado de desa­rrollo, pero no a su posesión. En tal sentido sí cabe hablar de un despliegue progresivo, en el cual los mismos productos de una in­teligencia menos desarrollada –como los del cocinar primitivo– posibilitan el progreso de esa misma inteligencia.

No se puede de­cir que  el cocinar hace o determina la hominiza­ción, o sea, hace la esencia humana. Pero sí cabe decir que cocinar contribuye a la humanización, es decir, a la cultura y progreso que convienen a la esencia humana.