
Tomás Yepes (1600-1674), “Bodegón con higos”. La iluminación tenebrista resalta la calidad de los frutos y subraya sus contornos, resueltos con finos matices.
Yo, en la higuera
Mi abuelo tenía una casa en el pueblo, con un gran patio (el corral, decíamos). Crecían allí dos maravillosas higueras, una de higos blancos, otra de higos negros; y con dulzores distintos. No eran altas. En época de cosecha, allá por julio venían las brevas; por agosto, los higos. De mañana yo trepaba a las higueras para sentir el placer de tener entre mis dedos la fresca madurez de aquellos frutos, de pezón largo e interior rojo.
Estoy convencido de que aquellas deleitosas experiencias infantiles, tan primarias y naturales, se adentraron tanto en mi inconsciente que hoy no me atrevería a designar como buenos o malos los frutos que no hayan sido tamizados calladamente por aquel estrato gastronómico originario de mi infancia.
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Culinaria de los higos: Postres, potajes, masas
1. Cuando hace unos años incluí en mi libro La cocina mediterránea en la época del Renacimiento la edición del Libro de los guisados de Ruperto de Nola (escrito a finales del siglo XV), me llamaron la atención aquellas recetas que, desde antiguo, aprovechaban los frutos de temporada, como los higos; y sobre todo, expresaban la magia interna de sus preparaciones, como la «burnia de higos».
Si tuviéramos a mano un kilo de sabrosos higos frescos, un ramo de rosas olorosas y medio kilo de azúcar, ya prodriamos iniciar esa preparación.
A los higos primero les quitaría los pezones y luego los aplastaría los unos contra los otros. Tomaría un recipiente grande y colocaría capas de los tres ingredientes: primero, unos pétalos de rosa; luego, un pequeño manto de azúcar; y finalmente una capa de higos. Esa tarea la repetiría tantas veces cuanto fuera suficiente para llenar la vasija. La taparía, dejándola macerar dos semanas como mínimo. El resultado sería «un muy gentil manjar, dicho burnia«.
He aquí la receta literal de Nola: «Muy buenos higos pasados tomarás bien melados, y allanarlos bien uno a uno, y quitarles lo duro de los pezones, y tomar una aljafana o alburnia o plato hondo que sean nuevos y muy limpios, y pon al suelo del plato o aljafana un lecho de rosas coloradas, quitando el blanco de ellas con unas tijeras, y sobre las rosas un poco de azúcar, y después un lecho de los higos y de esta manera haciendo un lecho de las rosas y azúcar y otro de los higos, henchir la aljafana o plato, y hecho esto, tapar bien la alburnia o plato, para que esté así quince o veinte días, y después comer de estos higos, y es muy gentil manjar».
Un manjar que podría considerarse como un delicioso postre.
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2. Pero con los higos puede hacerse, según Nola, un potaje, o sea, un primer plato, llamado higate. Nuestro diccionario ha recogido esta antigua receta, presente también en el libro de Nola: «Potaje que se usaba antiguamente, y se hacía de higos sofreídos primero con tocino, y después cocidos con caldo de gallina y sazonados con azúcar, canela y otras especias finas».
Es curioso reseñar que las formaciones con -ate designan o bien «dulce de fruta» (como codoñate, membrillate, piñonate), o «guisado hecho con» (higos, calabaza, almendra, etc.). Así calabazate e higate. Es lo que recoge también el viejo Diccionario de Corominas. Son formaciones hispánicas que se asentaron con fuerza en el Nuevo Mundo; mejor incluso que en la propia España, donde prácticamente han desaparecido.
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3. Gran importancia tuvo en mi infancia el «pan de higo», hecho por mi abuela. Ella ponía los higos que estaban muy maduros en un harnero o criba para secarlos al sol. Al cabo de dos o tres semanas, a finales de septiembre, quitaba el rabo a los higos secos y los picaba muy finos con un cuhillo. Aparte tostaba almendras y las molía, mezclándolas luego con el picado de higos y añadiendo una mínima porción de diente de clavo. No se olvidaba de echarle ajonjolí y matalauva y un poco de canela molida. Lo amasaba todo ingresando una copita de aguardiente seco y unas cucharadas de miel de abeja. De ahí hacía panecillos que pasaba por harina.
Yo remoloneaba por la cocina mientras la abuela y mi madre se afanaban en esa tarea. Una vez que obtenía el primer bocado, me lanzaba hacia la puerta para ir a jugar con los amigos y presumir de aquella golosina en la mano. Una gollería que tenía un poder nutritivo excepcional.
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Dietética de los higos
Pero si bien por su sólida constitución azucarada los higos tuvieron antaño notable presencia culinaria, por sus demás componentes dietéticos fueron apreciados en los antiguos «Regímenes de salud». Puede verse en el libro de Arnaldo de Vilanova (siglo XIII), del que hice una edición especial en mi Dietética Medieval.
Ahora se sabe que 100 gramos de este fruto, si es fresco, representa 66 calorías (280 calorías si son secos), 16 gramos de hidratos de carbono, 3 gramos de fibra, 3 miligramos de vitamina C, 235 miligramos de potasio y pequeñas dosis de magnesio y calcio. El porcentaje de azúcar aumenta en los higos secos.
Quizás por esta apreciable carga energética y dietética de los higos no es sorprendente la cantidad de efectos medicinales que se les atribuían.
Un ejemplo. El tratadito sobre las frutas comestibles, titulado De fructibus vescendis (c. 1471) de Battista Massa da Argenta, estudia primero la elección (electio) de las frutas más corrientes (desde los higos y las uvas hasta las calabazas y las alcaparras) y su complexión (complexio), para seguidamente indicar el influjo o impacto que cada una causa en los siguientes órganos: stomachus, epar, renes, vesica, venter, cor, pulmo, cerebrum, oculi; termina con el efecto externo (decoratio) provocado en cara y piel, su relación con los venenos (venena), con el sudor (sudor) y con las alteraciones mórbidas visibles (apostema). La autoridad de los escritores griegos y árabes es decisiva en cada caso. Pongamos los higos como ejemplo.
Elección: los mejores higos, según Avicena, son los blancos, después los rosáceos y finalmente los negros.
Complexión: los higos frescos son calientes y húmedos, según Galeno; los higos secos son calientes en el primer grado, según Avicena.
Estómago: el higo es la fruta que más nutre y menos humores nocivos encierra, aunque provoca meteorismo en el vientre y flatulencia; es más nocivo el seco que el fresco, según Galeno y Averroes.
Hígado: los higos secos se transforman en humores coléricos en el hígado, el cual queda muy recalentado, según Isaac Iudaeus; pueden incluso generar piojos, según Galeno.
Riñones: los higos secos son buenos, según Galeno, para los nefríticos y los que sufren de cálculos.
Vejiga: los higos secos, según Isaac, son diuréticos y liberan de humores gruesos o densos.
Vientre: si los higos están bien maduros, según Galeno, discurren fácilmente a través del intestino y agilizan la evacuación natural; según Averroes, estas propiedades laxantes las tienen también los higos frescos, aunque producen meteorismo.
Pulmón: los higos secos purgan el pecho y el pulmón del humor denso, según Isaac.
Cerebro: Avicena recomienda ingerir higos secos a los que sufren de epilepsia, enfermedad llamada mal caduco.
Piel: los higos secos confieren buen color a la piel, según Avicena.
Contravenenos: los higos secos, según Galeno, se oponen a los venenos cuando se comen con nueces y ruda.
Sudor: los higos frescos favorecen la sudoración, según Dioscórides.
Medicina: según Averroes, las cataplasmas de higos secos tienen el poder de resolver inflamaciones, como las esquinancias (inflamaciones de la garganta).
No es posible agotar las virtudes de los higos, un fruto mediterráneo antiquísimo, pues en la pirámide de Gizeh (año 4.000- 5.000 a.C.) se encuentran dibujos que recuerdan su recolección. Pero lo admirable es que en los modernos libros de farmacopea se reseñan, con datos bioquímicos, las mismas excelencias que los antiguos conocían.
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Yo vuelvo a mi infancia con la dulce evocación que, en Los amores de Albanio e Ismenia, hiciera Lope de Vega de riberas pobladas de abundosas huertas:
«con mucha higuera, que a su tiempo lleva
el tardo higo y la temprana breva».
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