El aprovechamiento casero de las plantas comestibles que pueden cultivarse en el propio jardín es uno de los factores culturales más evidentes que podemos encontrar en la familia: todos, grandes y chicos, pueden colaborar en esa grata tarea. Por ejemplo, en la que esbozo a continuación.
Una planta silvestre
Desde finales de la primavera y durante todo el verano, hasta bien entrado el otoño, las chumberas de mi patio baezano ponen un punto ceñudo en el sutil colorido de rosales, claveles, jazmines y trepadoras buganvillas.
Como tantas cosas que nos vinieron con el Descubrimiento, la chumbera, originaria de México –en cuyo escudo figura–, fue traída a Europa en el siglo XVI por los españoles, extendiéndose luego por todo el Mediterráneo.
En cuanto a preferencias lingüísticas me gusta menos su nombre vulgar que el científico opuntia, que nadie utiliza. Los demás nombres que se le dan –nopal, tuna, pita– apenas se usan por aquí. En cualquier caso no valen para ocultar sus agudas y rabiosas espinas ni para exhibir la morbidez de su dulce fruto: el peculiar higo chumbo.
De la chumbera se puede aprovechar casi todo, empezando en la cocina por su amplias hojas –para hacer nopalitos– y siguiendo en la farmacopea con el jugo medicinal que puede extraerse de ellas. Recuerdo que en la ciudad mexicana de Zacatecas, un viejo amigo, utilizando un largo cuchillo, abría como un libro la amplia hoja de la chumbera, espolvoreaba azúcar en el interior de sus dos láminas y luego las cerraba, colgándolas a buena altura: debajo ponía un recipiente que recibía un lento goteo. El jugo extraído era un jarabe que servía de remedio para los males de garganta, para picores mordaces y no sé para cuantas cosas más. Hoy se sabe que es antiescorbútico y anticolestérico, que potencia la neurotransmisión y aumenta las defensas.
El fruto de la chumbera
El higo que tan generosa y abundantemente nos brinda esta planta cactácea es peliagudo. Su cubierta está moteada de centros espinosos, cuyas finisímas púas penetran como agujas en la piel de quien, inocentemente, intenta atrapar el fruto con la mano; y además esos diablos son difíciles de extraer.
Para domesticar tan bravas criaturas yo sigo el siguiente método. Con unas tenacillas voy agarrando los higos maduros –que van del amarillo intenso al rojo violáceo– y los hundo en un cubo con agua. Cuando he obtenido dos o tres docenas, los remuevo violentamente con una escoba de esparto –o de fibra parecida–, haciendo que choquen unos contra otros, rozándose con la escoba y con el interior del recipiente. A los dos o tres minutos se pueden ver las púas flotando en el agua. Se baldean un par de veces y ya se pueden coger con las manos sin peligro, aunque la cosa es más segura si se utiliza un guante de látex.
Luego viene la extracción de la pulpa. Para pelarlos se cortan y desechan los dos extremos del higo, luego se raja de través –o en canal– y con el cuchillo se va separando la corteza de la pulpa, la cual se deposita en un recipiente de poca base y buena altura. A continuación se le aplica un brazo de trituración hasta obtener una masa pastosa.
Y ahora el proceso final
Esa masa casi fluida hay que pasarla por un chino que tenga los orificios pequeños–. Tras hacer que la pasta se haya colado, quedarán en el cazo las duras pepitas del higo –redondas y duras como perdigones de escopeta, capaces de romper un diente y que deben ser desechadas también–. Ya tenemos la base de nuestro sorbete.
La pasta obtenida –de color crema pálido y de sabor indefinido, orientado a fresa y plátano– no debe ser sometida a cocción, pues perdería muchas propiedades organolépticas y dietéticas. Simplemente la devuelvo al recipiente anterior, ya vacío, para introducirle unos cubitos de hielo; le agrego azúcar o quizás unas gotas de sacarina líquida y todo es triturado otra vez con el brazo eléctrico. Lo pongo en unos vasos, con su pajita para absorber. Algunos preferirán también unas gotas de tequila. Una hojita de menta en la superficie del líquido culminará el proceso.
¡Mi sorbete de higos chumbos! Fresco, edulcorado, y con un delicado amargor lejano. Además tiene vitaminas (A, B1, B2 B3 y B6), calcio, potasio y fósforo, entre otras propiedades protectoras o reconstituyentes. Aporta 65 inmensas calorías por cada 100 gramos de porción comestible. Genial.
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