Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660): “Almuerzo de labriegos”. Imitando magistralmente el natural, consigue la representación del relieve y de las calidades, mediante una técnica de claroscuro. Una fuerte luz dirigida acentúa los tipos vulgares y los objetos y alimentos cotidianos que aparecen en primer plano.

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez (1599-1660): “Almuerzo de labriegos”. Imitando magistralmente el natural, consigue la representación del relieve y de las calidades, mediante una técnica de claroscuro. Una fuerte luz dirigida acentúa los tipos vulgares y los objetos y alimentos cotidianos que aparecen en primer plano.

¿Por qué existen hábitos alimentarios?

 

Las exigencias de nuestro apetito no están vinculadas naturalmente a un alimento en con­creto. Lo que se desea comer viene estipulado por las pautas de una colectividad. Lo simple­mente comestible desde el punto de vista quí­mico y fisiológico no acaba nece­sariamente siendo comido por el hombre. Se come lo que las normas culturales de un pueblo permiten. Por estas normas el comer humano se distin­gue del engullir animal.

Para entender este aspecto cultural, con­viene recordar dos cosas:

1ª El hombre sale de la naturaleza desnudo de instintos, de fijaciones automáticas, de adaptaciones permanentes: su constitución psi­cobioló­gica está abierta a todo, no está fijada a un ámbito particular.

2ª Justo por esta apertura, el hombre ha de fijarse y crearse por sí mismo una segunda na­turaleza, ha de darse en cada momento histó­rico un perfil, una fisonomía a su vida: ese perfil, esa fisonomía, esa segunda na­turaleza, son los hábitos humanos, incluidos los hábi­tos ali­mentarios.

Podemos, pues, decir que los hábitos ali­mentarios son las determi­na­ciones permanen­tes que el hombre se da a sí mismo para nu­trirse, justo por no tener un instinto básico y cerrado que lo inscruste en un ni­cho ecológico determinado.

El hábito es la forma cultural adoptada por lo que naturalmente es inespecia­lizado, a saber, por el hombre. Por naturaleza el hombre puede comer de todo (es un omní­voro) y, en cada caso, ha de elegir el tipo de alimentación que le conviene o satisface. Los hábitos alimentarios son, en su origen,  electi­vos, y en cuanto dan forma y fir­meza a la na­turaleza abierta del hombre se adhie­ren después tenazmente a la vida comunitaria. Estos hábi­tos forman la cultura alimentaria, tanto en su aspecto culinario como gas­tronómico y convi­vial (la comensalidad).

En la estructuración de los hábitos alimen­tarios entran las distintas va­riables con las que el hombre se encuentra interna y externamente.

La primera es fisiológica, en la que se in­cluyen las propiedades de los nu­trientes que ha­cen al alimento fisiológicamente adecuado o inade­cuado tanto para el mantenimiento y regu­lación metabólica del sujeto como para su su­per­vivencia específica.

La segunda variable es psicoló­gica, la del hombre como ser dotado de sentidos y apetitos: el alimento no es sólo vehículo de nutrientes, sino ve­hículo de propiedades orga­nolépticas (color, sabor, textura, olor, tempe­ratura), las cuales estimu­lan los órganos de los sentidos y se convierten en información llevada a la cor­teza cerebral. Esta dimensión sensorial abarca dos aspectos: el sensitivo (que hace referencia a los órganos de los senti­dos), y el senti­mental (que se refiere al tono emotivo con que el su­jeto recibe las im­presiones sensoriales, respon­diendo con actitudes de acepta­ción o re­chazo).

La tercera variable es sociocultural y se re­fiere al hombre como ser social, como un su­jeto relacionado con otros. En este caso, el ali­mento es una forma simbólica de comunica­ción del individuo con la so­ciedad.

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La identidad cultural del hábito alimentario

 

Precisamente al ser considerados como «nuestros» los alimentos toman unas dimen­siones culturales que los dotan de un aspecto simbólico espe­cial, en vir­tud del cual com­prendemos que la carne de perro pudieron co­merla con frui­ción algunas tribus de indios americanos, mientras que al hombre europeo le horroriza tomarla.

Cito a continuación unos versos de Lope de Vega, quien describe un almuerzo tradicional o habitual, pero envidiado por un rey, en su obra El villano en su rincón.

REY: ¿Qué almorzáis?

JUAN: Es niñería:
dos torreznillos asados,
y aún en medio algún pichón,
y tal vez viene un capón
si hay hijos ya levantados;
trato de mi granjería
hasta las once; después
comemos juntos los tres.

REY: ( Aparte: Conozco la envidia mía).

JUAN: Aquí sale algún pavillo
que se crió de migajas
de la mesa, entre las pajas
de ese corral, como un grillo.

REY: A la Fortuna los pone
quien de esa manera vive.

JUAN: Tras aquesto se apercibe
-el rey, señor, me perdone-
una olla, que no puede
comella con más sazón;
que en esto, nuestro rincón
a su gran palacio excede.

REY: ¿Qué tiene?

JUAN: Vaca y carnero
y una gallina.

REY: ¿Y no más?

JUAN: De un pernil -porque jamás
dejan de sacar primero
esto- verdura y chorizo,
lo sazonado os alabo.
En fin, de comer acabo
de alguna caja que hizo
mi hija, y conforme al tiempo,
fruta, buen queso y olivas.
No hay ceremonias altivas
truhanes ni pasatiempo,
sin algún niño que alegra
con sus gracias naturales;
que las que hay en hombres tales
son como gracias de suegra.

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La fuerza de la tradición popular en el hábito alimentario

 

Los hábitos alimentarios se sostienen sobre pautas colecti­vas, incorporadas en el individuo como costumbres, en las cua­les se re­fleja tanto la tradición cultural antigua como el modo presente de enfocar la vida. No es suficiente que una cosa sea comestible para que acabe siendo comida por el hombre: esto último ocurrirá si lo consienten los pa­rámetros culturales del pasado y del presente enraizados en su mente y en su personalidad.

Cuando el hombre puede elegir, escoge el objeto de sus preferencias sentimentales, pola­rizadas por lo que sus antepasados comieron antes que él. Y aceptará una nueva información acerca de la nutrición cuando la pueda amalga­mar con sus patrones de costumbres y creen­cias. Se cuentauna ex­periencia –muy ilustra­tiva para nuestro caso– que un médico tuvo en una clínica rural de Bengala Occidental (India). El hindú  cree que los alimen­tos se dividen na­turalmente en fríos y calientes, no pudiendo unir­se, por ejemplo, un alimento caliente a un cuerpo que padece una en­fermedad de orden ca­liente. El médico hubo de pres­cribir, para una infección del apa­rato respiratorio, la ingestión de ácido as­córbico en forma de zumo de na­ranja, unido a un plato de arroz cocido, fácil­mente digerible. Pero esta dieta no fue aceptada por los pacientes, porque con­sideraban fríos tanto a los alimentos como a la enfermedad. El galeno tuvo el acierto de aconse­jar que al zumo de naranja (considerado frío) se le añadiese miel (considerada caliente) y el arroz fuera cocinado en leche (alimento ca­liente). La nueva dieta, básicamente idéntica, fue aceptada[1].

También la idiosincrasia de la cocina popu­lar refuerza la estructura del hábito alimentario. A través de la historia, las diversas regiones adquieren por sí mismas una cocina caracterís­tica.

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 Lo autóctono y lo foráneo

 

En la configuración de la imaginación gas­tronómica de la cocina popu­lar española han incidido dos principios socioculturales de espe­cial re­lieve: el principio de la “decantación de lo autóctono” y el principio de la “absorción de lo foráneo”.

Por el primero, se han precipitado en cada región aquellas formas gas­tronómicas derivadas de los alimentos que su naturaleza geofísica pro­porciona, desde el mar hasta la tierra inte­rior, o sea, desde la merluza y los langostinos a la naranja y la almendra. Por el segundo, se han incorporado a su gusto gastronómico aque­llos ele­mentos nutritivos que venidos de fuera han tenido fácil cultivo en el país.

Esa imaginación gustativa opera un doble movimiento: asocia el ali­mento al lugar y en­laza al hombre a la tierra que lo soporta. La comida se convierte entonces en una participa­ción amorosa, en festín de gozosas in­corpora­ciones.

Esta inserción acaba operando como cos­tumbre y se hace tradición. A propósito de la cocina tradicional, escribe muy acertadamente la ilustre gallega Condesa de Pardo Bazán: «La cocina, además, es en mi entender, uno de los documentos etnográficos importantes. Espronceda caracterizó al cosaco del desierto por la sangrienta ración de carne cruda que her­vía bajo la silla de su caballo, y yo diré que la alimentación revela lo que acaso no descubren otras indagaciones de carácter oficial­mente científico. Los espartanos concentraron su es­toicismo y su energía en el burete o bodrio, y la decadencia romana se señaló por la glotone­ría de los monstruosos banquetes. Cada época de la Historia modifica el fogón, y cada pueblo come según su alma, antes tal vez que según su estómago. Hay platos de nuestra cocina na­cional que no son menos curiosos ni menos históricos que una medalla, un arma o un se­pulcro»[2]. La cultura culinaria, al objetivarse y sedimentarse, tiene incluso un carácter vincu­lante para los ciudadanos de un pueblo. Por eso, dice la Pardo Bazán: «Cada nación tiene el deber de conservar lo que la diferencia, lo que forma parte de su modo de ser peculiar. Bien está que sepamos guisar a la francesa, a la ita­liana, y hasta a la rusa y a la china, pero la base de nuestra mesa, por ley natural, tiene que reincidir en lo español»[3]. Algunas tradi­ciones gastronómicas son de lejanísima rai­gambre. No faltan autores que sostienen que la afición de muchos lucenses por comer las tri­pas del puerco viene de la ocupación de los romanos[4], ya que estos, como dejó escrito Carcopino, eran grandes comedores de tripas.

Incluso un emigrante renuncia a su lengua y a su modo de vestir antes que a sus costum­bres alimentarias autóctonas. La prueba está en que los países donde es muy fuerte la inmigra­ción acaban enriqueciéndose con una variadí­sima cocina de diversos orígenes.

Howell y Loeb, en su estudio sobre Nutrición y envejecimiento, subra­yan con numerosos datos la importancia que tiene la asimilación temprana de las creencias y prácti­cas relativas a la alimentación, así como la persis­tencia de ta­les hábitos, aunque hayan va­riado otras pautas de comporta­miento[5].

En un estudio realizado sobre los hábitos alimentarios en tres genera­ciones de america­nos de origen japonés, se concluía que las jó­venes japo­nesas que fre­cuentaban los Colleges americanos mante­nían unas costum­bres ali­mentarias, en lo referente a la prepa­ración y la presen­tación de los alimentos y a sus valores sociales, que no se diferenciaban en nada de las de sus abuelas, aun cuando hacía tiempo que hubieran abandonado muchas formas de com­portamiento y hábitos de vida de su país de origen[6]. Es claro que estas jóvenes, aunque poseían buena información sobre la mejor ma­nera de nutrirse, estaban vincu­ladas intensa­mente a las tradiciones familiares[7].

Este aspecto cultural explica el origen y desarrollo de muchas costum­bres alimentarias, de hábitos y reglas culinarias[8]. La prueba está en que los países donde es muy fuerte la inmi­gración acaban enriqueciéndose con una varia­dí­sima cocina de diversos orígenes.

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Los hábitos alimentarios como es­tabilizadores sociales y psicológicos

 

La mayoría de las reglas de los hábitos alimentarios funcionan como estabilizadores sociales; y muchos alimentos son usados no tanto para nutrir cuanto para identificar un sexo, una clase, un estado social. Se podría pronosticar in­cluso si una dieta o un programa nutricional tendrían éxito en determina­dos cír­culos sociales. Que el alimento puede llegar a ser el símbolo de una clase o de un modo ha sido probado por Howel y Loeb en su libro sobre Nutrition and aging. Estos autores po­nen de manifiesto que el vo­lumen de ingresos, la zona de vivienda, el estilo de vida y los fac­tores culturales condicionan los hábitos ali­mentarios, desde la compra hasta la forma de hacer las comidas.

Cuando se interroga a las mujeres ancianas acerca de sus hábitos ali­men­tarios, dicen lo que deberían comer y no lo que comen en realidad. Las leyes de la social desirability desempe­ñan entonces un papel rele­vante[9].



[1]       D. B. Jeliffe: «Cultural variation and the practical pediatrician», Journ. Pediat., 49, 1956, p. 661.

[2]         Condesa de Pardo Bazán, La cocina española antigua, Madrid, Ediciones Po­niente, 1981, p. 4.

[3]        Op.cit., p. 6.

[4]         Alvaro Cunqueiro y Araceli Filgueira Iglesias, Cocina Gallega, Everest, Madrid, 1970, p. 15.

[5]          S. C. Howell y M. B. Loeb, «Nutrition and aging», Gerontologist, 9, 1969,(1-122), p. 68.

[6]         R. A. Kalish, «Psychosocial aspects of nutritional behavior: a comparative study», Proc. 7th Congr. Gerontol., Washington, D. C. 1969, 2, p. 70.

[7]       Ursula Lehr, «Hábitos alimentarios», en Psicología de la senectud, Barcelona, Herder, 1980, p. 326.

[8]    M. T. Cussler, Cultural sanctions of the food pattern in the rural southeast, Radcliffe, Cambridge, Mass., 1943; M.L. De Give, Social interrelations and food habits in the rural southeast, Radcliffe, Cambridge, Mass., 1944.

[9]        Ursula Lehr, «Hábitos alimentarios», en Psicología de la senectud, Barcelona, Herder, 1980, p. 322.