¿Por qué existen hábitos alimentarios?
Las exigencias de nuestro apetito no están vinculadas naturalmente a un alimento en concreto. Lo que se desea comer viene estipulado por las pautas de una colectividad. Lo simplemente comestible desde el punto de vista químico y fisiológico no acaba necesariamente siendo comido por el hombre. Se come lo que las normas culturales de un pueblo permiten. Por estas normas el comer humano se distingue del engullir animal.
Para entender este aspecto cultural, conviene recordar dos cosas:
1ª El hombre sale de la naturaleza desnudo de instintos, de fijaciones automáticas, de adaptaciones permanentes: su constitución psicobiológica está abierta a todo, no está fijada a un ámbito particular.
2ª Justo por esta apertura, el hombre ha de fijarse y crearse por sí mismo una segunda naturaleza, ha de darse en cada momento histórico un perfil, una fisonomía a su vida: ese perfil, esa fisonomía, esa segunda naturaleza, son los hábitos humanos, incluidos los hábitos alimentarios.
Podemos, pues, decir que los hábitos alimentarios son las determinaciones permanentes que el hombre se da a sí mismo para nutrirse, justo por no tener un instinto básico y cerrado que lo inscruste en un nicho ecológico determinado.
El hábito es la forma cultural adoptada por lo que naturalmente es inespecializado, a saber, por el hombre. Por naturaleza el hombre puede comer de todo (es un omnívoro) y, en cada caso, ha de elegir el tipo de alimentación que le conviene o satisface. Los hábitos alimentarios son, en su origen, electivos, y en cuanto dan forma y firmeza a la naturaleza abierta del hombre se adhieren después tenazmente a la vida comunitaria. Estos hábitos forman la cultura alimentaria, tanto en su aspecto culinario como gastronómico y convivial (la comensalidad).
En la estructuración de los hábitos alimentarios entran las distintas variables con las que el hombre se encuentra interna y externamente.
La primera es fisiológica, en la que se incluyen las propiedades de los nutrientes que hacen al alimento fisiológicamente adecuado o inadecuado tanto para el mantenimiento y regulación metabólica del sujeto como para su supervivencia específica.
La segunda variable es psicológica, la del hombre como ser dotado de sentidos y apetitos: el alimento no es sólo vehículo de nutrientes, sino vehículo de propiedades organolépticas (color, sabor, textura, olor, temperatura), las cuales estimulan los órganos de los sentidos y se convierten en información llevada a la corteza cerebral. Esta dimensión sensorial abarca dos aspectos: el sensitivo (que hace referencia a los órganos de los sentidos), y el sentimental (que se refiere al tono emotivo con que el sujeto recibe las impresiones sensoriales, respondiendo con actitudes de aceptación o rechazo).
La tercera variable es sociocultural y se refiere al hombre como ser social, como un sujeto relacionado con otros. En este caso, el alimento es una forma simbólica de comunicación del individuo con la sociedad.
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La identidad cultural del hábito alimentario
Precisamente al ser considerados como «nuestros» los alimentos toman unas dimensiones culturales que los dotan de un aspecto simbólico especial, en virtud del cual comprendemos que la carne de perro pudieron comerla con fruición algunas tribus de indios americanos, mientras que al hombre europeo le horroriza tomarla.
Cito a continuación unos versos de Lope de Vega, quien describe un almuerzo tradicional o habitual, pero envidiado por un rey, en su obra El villano en su rincón.
REY: ¿Qué almorzáis?
JUAN: Es niñería:
dos torreznillos asados,
y aún en medio algún pichón,
y tal vez viene un capón
si hay hijos ya levantados;
trato de mi granjería
hasta las once; después
comemos juntos los tres.
REY: ( Aparte: Conozco la envidia mía).
JUAN: Aquí sale algún pavillo
que se crió de migajas
de la mesa, entre las pajas
de ese corral, como un grillo.
REY: A la Fortuna los pone
quien de esa manera vive.
JUAN: Tras aquesto se apercibe
-el rey, señor, me perdone-
una olla, que no puede
comella con más sazón;
que en esto, nuestro rincón
a su gran palacio excede.
REY: ¿Qué tiene?
JUAN: Vaca y carnero
y una gallina.
REY: ¿Y no más?
JUAN: De un pernil -porque jamás
dejan de sacar primero
esto- verdura y chorizo,
lo sazonado os alabo.
En fin, de comer acabo
de alguna caja que hizo
mi hija, y conforme al tiempo,
fruta, buen queso y olivas.
No hay ceremonias altivas
truhanes ni pasatiempo,
sin algún niño que alegra
con sus gracias naturales;
que las que hay en hombres tales
son como gracias de suegra.
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La fuerza de la tradición popular en el hábito alimentario
Los hábitos alimentarios se sostienen sobre pautas colectivas, incorporadas en el individuo como costumbres, en las cuales se refleja tanto la tradición cultural antigua como el modo presente de enfocar la vida. No es suficiente que una cosa sea comestible para que acabe siendo comida por el hombre: esto último ocurrirá si lo consienten los parámetros culturales del pasado y del presente enraizados en su mente y en su personalidad.
Cuando el hombre puede elegir, escoge el objeto de sus preferencias sentimentales, polarizadas por lo que sus antepasados comieron antes que él. Y aceptará una nueva información acerca de la nutrición cuando la pueda amalgamar con sus patrones de costumbres y creencias. Se cuentauna experiencia –muy ilustrativa para nuestro caso– que un médico tuvo en una clínica rural de Bengala Occidental (India). El hindú cree que los alimentos se dividen naturalmente en fríos y calientes, no pudiendo unirse, por ejemplo, un alimento caliente a un cuerpo que padece una enfermedad de orden caliente. El médico hubo de prescribir, para una infección del aparato respiratorio, la ingestión de ácido ascórbico en forma de zumo de naranja, unido a un plato de arroz cocido, fácilmente digerible. Pero esta dieta no fue aceptada por los pacientes, porque consideraban fríos tanto a los alimentos como a la enfermedad. El galeno tuvo el acierto de aconsejar que al zumo de naranja (considerado frío) se le añadiese miel (considerada caliente) y el arroz fuera cocinado en leche (alimento caliente). La nueva dieta, básicamente idéntica, fue aceptada[1].
También la idiosincrasia de la cocina popular refuerza la estructura del hábito alimentario. A través de la historia, las diversas regiones adquieren por sí mismas una cocina característica.
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Lo autóctono y lo foráneo
En la configuración de la imaginación gastronómica de la cocina popular española han incidido dos principios socioculturales de especial relieve: el principio de la “decantación de lo autóctono” y el principio de la “absorción de lo foráneo”.
Por el primero, se han precipitado en cada región aquellas formas gastronómicas derivadas de los alimentos que su naturaleza geofísica proporciona, desde el mar hasta la tierra interior, o sea, desde la merluza y los langostinos a la naranja y la almendra. Por el segundo, se han incorporado a su gusto gastronómico aquellos elementos nutritivos que venidos de fuera han tenido fácil cultivo en el país.
Esa imaginación gustativa opera un doble movimiento: asocia el alimento al lugar y enlaza al hombre a la tierra que lo soporta. La comida se convierte entonces en una participación amorosa, en festín de gozosas incorporaciones.
Esta inserción acaba operando como costumbre y se hace tradición. A propósito de la cocina tradicional, escribe muy acertadamente la ilustre gallega Condesa de Pardo Bazán: «La cocina, además, es en mi entender, uno de los documentos etnográficos importantes. Espronceda caracterizó al cosaco del desierto por la sangrienta ración de carne cruda que hervía bajo la silla de su caballo, y yo diré que la alimentación revela lo que acaso no descubren otras indagaciones de carácter oficialmente científico. Los espartanos concentraron su estoicismo y su energía en el burete o bodrio, y la decadencia romana se señaló por la glotonería de los monstruosos banquetes. Cada época de la Historia modifica el fogón, y cada pueblo come según su alma, antes tal vez que según su estómago. Hay platos de nuestra cocina nacional que no son menos curiosos ni menos históricos que una medalla, un arma o un sepulcro»[2]. La cultura culinaria, al objetivarse y sedimentarse, tiene incluso un carácter vinculante para los ciudadanos de un pueblo. Por eso, dice la Pardo Bazán: «Cada nación tiene el deber de conservar lo que la diferencia, lo que forma parte de su modo de ser peculiar. Bien está que sepamos guisar a la francesa, a la italiana, y hasta a la rusa y a la china, pero la base de nuestra mesa, por ley natural, tiene que reincidir en lo español»[3]. Algunas tradiciones gastronómicas son de lejanísima raigambre. No faltan autores que sostienen que la afición de muchos lucenses por comer las tripas del puerco viene de la ocupación de los romanos[4], ya que estos, como dejó escrito Carcopino, eran grandes comedores de tripas.
Incluso un emigrante renuncia a su lengua y a su modo de vestir antes que a sus costumbres alimentarias autóctonas. La prueba está en que los países donde es muy fuerte la inmigración acaban enriqueciéndose con una variadísima cocina de diversos orígenes.
Howell y Loeb, en su estudio sobre Nutrición y envejecimiento, subrayan con numerosos datos la importancia que tiene la asimilación temprana de las creencias y prácticas relativas a la alimentación, así como la persistencia de tales hábitos, aunque hayan variado otras pautas de comportamiento[5].
En un estudio realizado sobre los hábitos alimentarios en tres generaciones de americanos de origen japonés, se concluía que las jóvenes japonesas que frecuentaban los Colleges americanos mantenían unas costumbres alimentarias, en lo referente a la preparación y la presentación de los alimentos y a sus valores sociales, que no se diferenciaban en nada de las de sus abuelas, aun cuando hacía tiempo que hubieran abandonado muchas formas de comportamiento y hábitos de vida de su país de origen[6]. Es claro que estas jóvenes, aunque poseían buena información sobre la mejor manera de nutrirse, estaban vinculadas intensamente a las tradiciones familiares[7].
Este aspecto cultural explica el origen y desarrollo de muchas costumbres alimentarias, de hábitos y reglas culinarias[8]. La prueba está en que los países donde es muy fuerte la inmigración acaban enriqueciéndose con una variadísima cocina de diversos orígenes.
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Los hábitos alimentarios como estabilizadores sociales y psicológicos
La mayoría de las reglas de los hábitos alimentarios funcionan como estabilizadores sociales; y muchos alimentos son usados no tanto para nutrir cuanto para identificar un sexo, una clase, un estado social. Se podría pronosticar incluso si una dieta o un programa nutricional tendrían éxito en determinados círculos sociales. Que el alimento puede llegar a ser el símbolo de una clase o de un modo ha sido probado por Howel y Loeb en su libro sobre Nutrition and aging. Estos autores ponen de manifiesto que el volumen de ingresos, la zona de vivienda, el estilo de vida y los factores culturales condicionan los hábitos alimentarios, desde la compra hasta la forma de hacer las comidas.
Cuando se interroga a las mujeres ancianas acerca de sus hábitos alimentarios, dicen lo que deberían comer y no lo que comen en realidad. Las leyes de la social desirability desempeñan entonces un papel relevante[9].
[1] D. B. Jeliffe: «Cultural variation and the practical pediatrician», Journ. Pediat., 49, 1956, p. 661.
[2] Condesa de Pardo Bazán, La cocina española antigua, Madrid, Ediciones Poniente, 1981, p. 4.
[3] Op.cit., p. 6.
[4] Alvaro Cunqueiro y Araceli Filgueira Iglesias, Cocina Gallega, Everest, Madrid, 1970, p. 15.
[5] S. C. Howell y M. B. Loeb, «Nutrition and aging», Gerontologist, 9, 1969,(1-122), p. 68.
[6] R. A. Kalish, «Psychosocial aspects of nutritional behavior: a comparative study», Proc. 7th Congr. Gerontol., Washington, D. C. 1969, 2, p. 70.
[7] Ursula Lehr, «Hábitos alimentarios», en Psicología de la senectud, Barcelona, Herder, 1980, p. 326.
[8] M. T. Cussler, Cultural sanctions of the food pattern in the rural southeast, Radcliffe, Cambridge, Mass., 1943; M.L. De Give, Social interrelations and food habits in the rural southeast, Radcliffe, Cambridge, Mass., 1944.
[9] Ursula Lehr, «Hábitos alimentarios», en Psicología de la senectud, Barcelona, Herder, 1980, p. 322.
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