En el año 1967 marché a München (Alemania) para relizar estudios sobre filósofos alemanes. Ahora no viene al caso ni nombres ni tendencias. Lo cierto es que recalé en un delicioso pueblo cercano a la capital, llamado Gauting. Las conexiones por vía férrea eran muy buenas; y en quince minutos estaba en la estación central de la gran capital bávara, para dirigirme a la Universidad.
Pero quiero hablar de la amable familia que me acogió: un matrimonio maduro que tenía dos hijos en edad preuniversitaria. La madre, Anna, tenía pasión por la cocina y, muy especialmente, por los dulces caseros; era muy buena confitera. En el jardín de su casa crecían robustos manzanos, de variada estirpe; y precisamente de manzanas hacía Anna unos deliciosos pasteles, cuyo sabor y profundo aroma reviven complacidamente todavía en mi memoria.
Dos veces al mes el matrimonio se dirigía en coche hacia un mercado de abastos que ofrecía productos mediterráneos, especialmente naranjas, melocotones y cerezas; pero había más. Anna hacía acopio de aquellas delicias, las llevaba a su casa para… transformarlas en compota o mermeladas. Era una experta. Yo me brindaba a sacar del coche las cajas en que venían muy bien dispuestas aquellas frutas. Y no puedo negar que alguna vez llevaba alguna cereza a mi boca, con la venia implícita y burlona de Anna.
Al principio yo estaba convencido de que aquel acopio tan vivo y grato iría directamente al momento del postre, como se estila en España. Pero no era así. Me tenía que conformar con la sisa inocente y consentida que esporádicamente realizaba a hurtadillas. Y también con las deliciosas mermeladas.
A mí las cerezas, tal como cuelgan del árbol, me enloquecen, con sus drupas cordiformes y su color rojo negruzco. Mi abuelo las traía a casa y, repartiéndolas entre los nietos, le decía a la abuela que sirven para depurar el organismo de los chavales y liberarlo de malos humores (hoy diríamos toxinas).
Es cierto. Sabemos que, con muy poco poder calórico, son ricas en antocianinas que, además de proporcionarles el color rojo brillante, poseen muy buenas propiedades antioxidantes que ayudan a neutralizar la artritis, previenen enfermedades cardiovasculares y conservan el buen funcionamiento de la vista. Eso decía mi abuelo; y eso es confirmado por los biológos.
Yo buscaba alguna idea que ablandara el corazón confitero de mi anfitriona para poder acceder directamente a la fruta viva. Sufría yo entonces de algunas carencias vitamínicas. El médico español que me atendió antes de emprender viaje me aconsejaba la ingesta de esas frutas que, precisamente en Gauting, iban directamente a poblar pasteles y confituras. Pasaban por los ojos, pero no por la boca. Con extremado tacto le expliqué a la anfitriona mis carencias orgánicas. No tenía compensada la vitamina A, ni la B, ni la C, ni la E, ni la K: casi todo el alfabeto vitamínimo lo tenía en contra. Estaba también ligeramente falto de hierro, de calcio, de magnesio, de potasio y de azufre. Ciertamente no estaba yo escandalosamente depauperado; pero carencias, habíalas. Ella sabía que las vitaminas son nutrientes que actúan como catalizadores de los procesos fisiológicos. Y sabía también que se necesitan tan solo dosis de miligramos o microgramos contenidas en alimentos naturales para equilibrar el funcionamiento fisiológico. Incluso me dijo que la deficiencia de vitaminas se denomina avitaminosis, y que por lo que estaba en su mano, no consentiría que yo enfermara por eso. Su inteligente marido, que era ingeniero, conocía el poder vitamínico de las cerezas. Por lo que ambos me dirigieron amablamente una sonrisa, comprometiéndose a proporcionarme en días alternos, aquella exquisita fruta, tal como venía del árbol.
Cuando tras un año largo de estancia en Gauting volví a España, el médico amigo me hizo una prueba rutinaria. Y se alegró al comprobar que todas mis carencias de vitaminas y de oligoelementos se habían compensado satisfactoriamente. Sin duda, a mi juicio, por el encanto polivalente que tienen las cerezas.
Todavía sigo recordando aquellos agradables momentos de estudio en el porche de la casa de Gauting, llevando distraidamente mis dedos a un cuenco de cerezas que Anna me dejaba preparado en una mesita junto a la hamaca donde leía a mis filósofos preferidos.
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