
GIORGIO BARBARELLI, GIORGIONE, 1477-1510: «Las tres edades» (Galería Pitti, Florencia). Cuadro sobre el paso del tiempo. Muestra tres personajes de diferentes edades, resaltados ante un fondo por un foco de luz. La escena está aparentemente protagonizada por un joven (el futuro) que sostiene en sus manos una partitura. A su vez, el adulto (el presente), de perfil, mantiene una conversación con el muchacho. Pero el verdadero protagonista es el anciano (el pasado), que se limita a girar su cabeza hacia el espectador, para introducirlo en el cuadro: porque el pasado humano es el que posibilita y abre el presente y el futuro.
Las edades del hombre
No es posible afrontar la alimentación en el anciano sin hacer previamente referencia a la época histórica y al entorno humano o social que le ha tocado vivir. Y aunque es necesario en esto el enfoque estrictamente médico o fisiológico, también lo es el cultural, el antropológico y el psicológico.
Todos esos aspectos confluyen en lo que, a propósito de la vejez, llamo gerodietética, cuya raíz griega “gero” (que signi- fica “anciano”), es compartida también por voces tales como gerontología (tratado científico de la vejez), geriatría (parte de la medicina que estudia la vejez y sus enfermedades), gerocultura (que estudia la historia y las costumbres de la vejez) y psicogerontología (que viene a coincidir con la psicología de la vejez), cada una de las cuales expresa una tarea formal propia.
En este artículo quiero subrayar –bajo el supuesto del dominio científico del arte dietético– dos aspectos decisivos.
Primero, que la alimentación del anciano, desde el punto de vista subjetivo, sólo puede realizarse adecuadamente si el propio anciano asume o acepta previamente su propio estado y edad.
Segundo, que desde el punto de vista objetivo, en la conducta alimentaria del anciano los actos individuales se sostienen sobre pautas colectivas, incorporadas como hábitos y costumbres, en las cuales se reflejan las normas de su tradición cultural: no es suficiente que una cosa sea comestible para que acabe siendo comida por el anciano; esto último ocurrirá si lo consienten los parámetros culturales del pasado enraizados en su mente y en su personalidad.
Dado que normalmente son tres las edades del hombre – juventud, madurez, vejez– que confluyen en una familia, es preciso destacar que la vejez, como fase de la vida, es también vida; aunque, a diferencia de la «vida tensa» de la juventud y la madurez –vida proyectada hacia los afanes del futuro– la del que envejece es una «vida remansada»: un fin que no es un simple acabamiento, sino un cumplimiento, lleno de pasado. Y el hombre ha de aceptarlo así.
Por eso el joven tensado hacia el futuro –haciendo planes, luchando y esperando–, no puede entender todavía el conjunto de su propia vida. El anciano sí, porque, bajo la presión del borde final, mira ya hacia el pasado, reconociendo las pérdidas y las ganancias, el sentido de las conexiones que cada momento de su vida tiene en el todo de su existencia. El anciano mira hacia nosotros con la seguridad de que reconoceremos y comprenderemos su vida cumplida y llena en una tradición cultural.
A esos dos aspectos –aceptación de sí mismo y virtualidad del pasado en el presente– debe atender la “gerodietética”.
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El enfoque antiguo y medieval de la dieta gerobiológica
Para aclarar el sentido psicosocial de la vejez los griegos indicaron varios períodos de la vida humana, desde el nacimiento en adelante. Hipócrates habla en el libro Sobre la dieta de cuatro etapas: niñez, juventud, edad adulta y vejez; y en el libro Sobre la naturaleza de la mujer indica tres etapas: juventud, edad intermedia y vejez. Pero en otro escrito suyo aparecen siete edades: infante, niño, adolescente, joven, varón, añoso y viejo.
Las tres clasificaciones tuvieron acogida en unos u otros autores de la Edad Media y del Renacimiento. Cabe citar la distribución septenaria de Shakespeare, en su comedia Como gustéis: la vida es un drama en siete edades, siendo la séptima la escena final, en la que el viejo torna a ser un niño recién nacido, sin memoria, sin dientes, sin ojos, sin deseos. Lo mismo pensaba, de modo pesimista, el español Gracián. Pero la parcelación ternaria fue la más común. En cualquier caso, aquellos primeros médicos y dietistas griegos consideraron muy procedente individualizar etapas de la vida para garantizar tratamientos dietéticos adecuados a cada edad (GRANJEL, 17-19).
Toda la doctrina hipocrática perduró durante la Edad Media en centenares de libros que se fueron titulando De regimine sanitatis (Sobre el régimen de salud), y tenían dos secciones, una general y otra particular, claramente diferenciadas.
1. La sección primera o general trataba de las cosas que preservan la salud, las cuales fueron llamadas en la tradición galénica medieval sex res non naturales. Eran un complemento al tratamiento de las res naturales, que son los elementos naturales del cuerpo (humores, tejidos, órganos) y las funciones orgánicas. Entre las res non naturales, las propiamente dietéticas, se contaban los aires y lugares, el ejercicio y reposo, el comer y beber, el sueño y la vigilia, el henchir y evacuar, así como el dominio emocional. Aunque estos factores forman parte de la naturaleza humana, se llamaban non naturales porque no constituyen la naturaleza individual de cada hombre, aunque sean necesarios para la buena realización de su vida: sería preferible traducirlos al castellano como pro-naturales, pues de esta manera se fijaría mejor el sentido de aquella doctrina; las enfermedades son contranaturales (CRUZ, 2, 81-169), o sea, van directamente contra la finalidad de la naturaleza.
2. La sección segunda o particular –y una vez consideradas las cosas que preservan– trataba de las cosas que alimentan. Explicaba las diversas clases de alimentos, bien como nutrimentos, bien como remedios. Por ejemplo, solían dividirse las carnes, desde el punto de vista dietético, en pesadas (como las porcinas y bovinas), ligeras (como las de pollos y peces) e intermedias (como las de cordero). Eran considerados los siguientes grupos de alimentos: cereales, legumbres, frutas, hortalizas, raíces, carnes, leche y huevos, pescados, condimentos y bebidas; unos se toman para alimento, otros para gusto y sabor. Pero en general se mantenía una actitud negativa ante algunos productos, como las frutas y la leche (CRUZ, 2, 185-273).
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Proporción de los alimentos básicos en el anciano
A la pregunta por el número de constitutivos básicos que componen el cuerpo humano, un dietista griego o medieval respondía que la naturaleza está integrada por «elementos» primarios o irreductibles –la tierra, el fuego, el aire y el agua–, de cuya combinación surgen los múltiples seres del universo.
Pues bien, la buena «complexión» del cuerpo humano –a la que debe contribuir la dietética– depende del equilibrio de dichos elementos. Esos elementos expresan cualidades: la humedad (del agua), la sequedad (de la tierra), la frialdad (del aire) y el calor (del fuego).
Entre todas las cualidades sobresale el calor –provocado por el fuego–, fuente de energía presente en la composición líquida del organismo. Galeno enseñaba que el calor natural, esencia y condición de la vida, era de dos tipos: el innato y el cambiante. El calor innato residía en los órganos y no se modificaba con las estaciones, aunque iba disminuyendo con la edad, como el aceite en la lámpara.
El calor cambiante es el que el corazón transmite a través de la sangre a todas las partes del cuerpo: se modifica con las estaciones. Esta doctrina perduraría sin apenas réplica hasta el siglo XVIII. Enseñaba que la estructura de toda vida tiene dos causas principales: la humedad radical y el calor natural. Por falta de la humedad radical se extingue la vida; y semejantemente, faltando el calor se sigue la muerte. El calor natural básico tiene su asiento principal en el corazón y su máquina fisiológica es el estómago. El aire sostiene el calor natural; mientras que el alimento restaura la humedad radical que se mantiene en los miembros con los distintos humores.
Por el vigor del «calor innato» y de la «humedad radical» se pueden diferenciar las etapas de la vida: la infancia está caracterizada por el predominio de los humores calientes y húmedos; la vejez, en cambio, por los humores fríos y secos.
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