¿Permanentes o sustitutos?
En cualquier contexto histórico, el alimento no sólo cumple su misión por sus características nutricionales propias, las que cubren las necesidades básicas inmediatas del organismo, sino también por otros efectos complejos a largo plazo, atisbados muchas veces por una larga experiencia social, atenta a la naturaleza de ese alimento.
Lo que antes propiciaba la misma naturaleza es ahora ampliado en gran escala por artificiales procedimientos químicos y físicos; y a tales alimentos bifaces (nutren y remedian), se les llama hoy «funcionales». El hecho de que a estos alimentos le sean agregados componentes biológicamente activos –como antioxidantes, vitaminas, minerales, ácidos grasos y fibra–, en nada debería cambiar su función nutricional: pues sólo son fortificados para, en algunos casos, mejorar la salud y reducir el riesgo de contraer enfermedades. Por ejemplo, en Corea del Sur fueron introducidos (1980) para mejorar la calidad de vida de la población y cubrir deficiencias pandémicas. Entran en este tipo de alimentos los cereales, los lácteos y también los alimentos de diseño.
Pero es muy posible que las marcas comerciales -las que promueven la fabricación y producción de tales alimentos- acaben acaparando los anaqueles de los supermercados. Las personas que hacemos nuestra vida en un contexto cultural agradable debemos valorar con mucha prudencia y cuidado la ingesta de alimentos funcionales que aparentemente pudieran proporcionar beneficios para la salud más allá de la nutrición básica.
Tengo para mí que los alimentos de todos los tiempos han sido “funcionales”, pues con sus contenidos energéticos hacen funcionar, en sentido general, órganos y miembros. Y los actuales deberían llamarse “alimentos enriquecidos”, o mejor, rectificadores y no ser llamados (como suele hacerse) con otros términos menos adecuados, incluso equívocos, como nutracéuticos y farmalimentos[1], quizás porque por muchos sectores les son atribuidas propiedades preventivas, terapéuticas o curativas. Estos términos que acabo de indicar han descabezado la etimología en la que quieren justificarse. Quizás sus introductores quisieron referirse al término griego φαρμακευτικός, farmacéutico. Pero, de hecho, si sólo usan la mitad de los signos gráficos de la palabra griega, suenan realmente a disparate.
Es preocupante que el consumidor no esté suficientemente educado sobre las propiedades atribuidas a este tipo de alimentos y, muy especialmente, sobre su necesidad en cada caso, dejándose llevar por la publicidad. Por otro lado, si el dietista mismo no está convencido de que el consumo de estos alimentos es parte, y no un sustituto, de la dieta equilibrada, difícilmente podrá evaluar si en el consumo a largo plazo es idóneo para la salud humana. Es un grave error que en muchos casos ese alimento se esté convirtiendo en un sucedáneo de la dieta normal, bajo la mirada complacida de las marcas comerciales.
Creo, por tanto, que los alimentos funcionales deben ser rectificadores, no de una dieta normal, sino de aquella que necesita refuerzos orgánicos.
El punto más batallado en la preparación de tales alimentos es la previa eliminación de un componente (v. gr., las proteínas alergénicas o la lactosa) que, en ciertos casos –pero no en todos los ciudadanos–podrían causar o determinar una enfermedad. También ha sido objeto de polémica el incremento o la concentración de un componente alimenticio, una especie de fortificación activa de la dieta diaria que a la larga podría –sólo “podría” – redundar en una disminución de riesgos patológicos. O sea, la industria de tales alimentos baraja dos operaciones generales: eliminar o reemplazar componentes (v. gr., grasa o lactosa), y añadir componentes (v. gr., vitaminas y antioxidantes). En cualquier caso, tales operaciones no deberían perjudicar el metabolismo de carbohidratos, de aminoácidos y ácidos grasos. Cosa que está por confirmar estadísticamente en todos los casos.
Para presentar estos alimentos como normales, se deberían demostrar sus efectos en las cantidades que regularmente se consumirían en la dieta.
En la bibliografía más técnica sobre alimentos funcionales se encuentran temas sobre el alcance, importancia y oportunidades de mercado de dichos alimentos, poniendo un énfasis especial en las futuras direcciones; también se exponen nuevas presentaciones de ingredientes dietéticos, así como la comercialización de suplementos dietéticos unidos a los alimentos funcionales. Se advierte también una preocupación por los reglamentos y los requisitos de fundamentación de publicidad, así como la validez de métodos analíticos para garantizar la calidad y seguridad de los suplementos dietéticos, las reclamaciones en materia de etiquetado para los alimentos funcionales y suplementos dietéticos. En cualquier caso, ven en la seguridad un punto clave de la nutrición con alimentos funcionales[2].
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Desde antiguo, “alimentos funcionales”
No hay que olvidar que ya en los antiguos tratados de la dieta, el alimento fue señalado como un elemento que “hace funcionar” el organismo, desde el estómago a la piel. En tal sentido, cualquier alimento era funcional. A su vez, desde antiguo también se sabía que muchos alimentos tienen características rectificadoras, de manera que no sólo plenifican, sino también corrigen, especialmente si unos son complementos de otros.
Los modernos científicos han subrayado razonablemente que con alimentos funcionales mejoran algunas actividades gastrointestinales y el metabolismo general[3]. Cosa que, con su propia experiencia, ya habían percibido los antiguos, por ejemplo, en el caso de los higos, de las uvas, de las nueces, etc.; pero también de las carnes, tipificadas por su valor alimenticio y por su valor corrector; los pescados, con los mismos criterios, y los demás alimentos que provienen de la tierra. (En mi libro sobre Dietética medieval pueden encontrarse las muy intuitivas apreciaciones de aquellos dietistas, muchas de las cuales han sido recogidas en varias entradas de este blog, a propósito de la historia de la dietética).
Era muy difícil en la dietética antigua separar la función alimentaria de la función meliorativa. El tratadito sobre las frutas comestibles, titulado De fructibus vescendis (c. 1471) de Battista Massa da Argenta, estudia primero la elección del tipo de frutas y a continuación su complexión (complexio), para seguidamente indicar el influjo o impacto que causa en los siguientes órganos: estómago, hígado, riñones, vejiga, vientre, corazón, pulmón, cerebro, ojos; termina con el efecto externo (decoratio) provocado en cara y piel, su relación con los venenos (venena), con el sudor (sudor) y con las alteraciones mórbidas visibles (apostema). La autoridad de los escritores griegos y árabes era decisiva en cada caso.
Por su apreciable carga energética y dietética no es sorprendente la cantidad de efectos “funcionales” plurivalentes que le fueron atribuidos a determinados alimentos[4].
Lo admirable es que en los modernos libros de farmacopea se reseñan, con datos bioquímicos, las mismas excelencias que los antiguos reconocían, por ejemplo, en las carnes[5].
[1] Debasis Bagchi, Francis C. Lau, Dilip K. Ghosh Biotechnology in functional foods and nutraceuticals, Boca Raton : CRC Press, 2010. Maria Saarela, Functional foods: concept to product, Cambridge, Woodhead, 2011
[2] Cfr. una panorámica de estos temas en Debasis Bagchi.(ed.) Nutraceutical and functional food regulations in the United States and around the world, Amsterdam, Boston: Elsevier/Academic Press, 2008.
[3] Geoffrey P. Webb, Complementos nutricionales y alimentos funcionales Zaragoza, Acribia, D.L. 2007. Sobre los aspectos jurídicos que implican las prácticas de “enriquecimiento” nutricional, cfr. Silvia Bañares Vilella, Los alimentos funcionales y las alegaciones alimentarias: una aproximación jurídica, Barcelona : Atelier, D.L. 2006.
[4] Un ejemplo: ¿qué alcance tiene este alimento funcional que es el higo? Complexión: los higos frescos son calientes y húmedos, según Galeno; los higos secos son calientes en el primer grado, según Avicena. Estómago: el higo es la fruta que más nutre y menos humores nocivos encierra, aunque provoca meteorismo en el vientre y flatulencia; es más nocivo el seco que el fresco, según Galeno y Averroes. Hígado: los higos secos se transforman en humores coléricos en el hígado, el cual queda muy recalentado, según Isaac Iudaeus; pueden incluso generar piojos, según Galeno. Riñones: los higos secos son buenos, según Galeno, para los nefríticos y los que sufren de cálculos. Vejiga: los higos secos, según Isaac, son diuréticos y liberan de humores gruesos o densos. Vientre: si los higos están bien maduros, según Galeno, discurren fácilmente a través del intestino y agilizan la evacuación natural; según Averroes, estas propiedades laxantes las tienen también los higos frescos, aunque producen meteorismo. Pulmón: los higos secos purgan el pecho y el pulmón del humor denso, según Isaac. Cerebro: Avicena recomienda ingerir higos secos a los que sufren de epilepsia, enfermedad llamada mal caduco Piel: los higos secos confieren buen color a la piel, según Avicena. Contravenenos: los higos secos, según Galeno, se oponen a los venenos cuando se comen con nueces y ruda. Sudor: los higos frescos favorecen la sudoración, según Dioscórides. Medicina: según Averroes, las cataplasmas de higos secos tienen el poder de resolver inflamaciones, como las esquinancias (inflamaciones de la garganta).
[5] Begoña Jiménez Colmenero (ed.): La carne y productos cárnicos como alimentos funcionales, Madrid, Editec@Red, D.L. 2004.
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