El blanco como símbolo en la mesa
1. Todavía hacia el primer tercio del siglo XX, el color blanco era el preferido en manteles y servilletas, tanto para las telas mismas como para los bordados. En el blanco se mantenía el símbolo de la limpieza.
Durante siglos, la operación de blanquear la ropa operaba sobre las fibras de lino o cáñamo, que no son blancas en estado natural. De la tela se eliminaban, con el blanqueo, también los residuos adheridos. Era un proceso largo: se sumergía la ropa en leche, en cal o en ácido sulfúrico; y más tarde en cloro. La tela se extendía después en el suelo para someterla al oxígeno ambiente que tiene propiedad decolorante; también al sol y a la luna. Y eso muchas veces.
A su vez, el tinte se efectuaba a pleno aire. En la Edad Media se obtenían seis o siete colores diferentes; en el siglo XVII se llegó a un centenar; y en el siglo XVIII a miles, obtenidos a partir de flores, frutos, maderas, cortezas, hojas y raíces. Desde 1930 se fue introduciendo en el hogar el color pastel, de suaves tonos: celeste, marfil, gris, rosa, ocre, marino; hasta que bien mediado el siglo XX se adoptaron colores vivos.
Pero el color blanco no era solamente el símbolo de la limpieza, sino también de la pureza de intenciones. De ahí la diferencia que se apreciaba entre “compartir mesa y mantel” -que significa unión de amigos- y “estar a mesa y mantel” -que significa vivir uno a costa de otro-. Lo primero es convivialidad; lo segundo, gorronería. Desde el siglo XVI ya se usaban estos dichos en España. El primero encierra la esencia de la comida amistosa. El segundo, la molestia de soportar a quien se pone a comer con los demás sin integrarse, con su afecto y trabajo, en el círculo afable de la mesa. Pero no creo que estas expresiones se remonten demasiado en el pasado, pues el mantel aparece sobre la mesa en épocas tardomedievales.
El mantel, que se contaba entre la “ropa blanca” de la casa, ha venido a ser el soberano del ceremonial del convite, que acoge limpiamente sobre su viso el arte de la gastronomía, el decoro de vajillas o cubiertos y las delicias de la convivencia amigable.
En los interiores que desde el Renacimiento dibujaron los más preclaros pintores aparecen las mesas magníficamente dispuestas con preciosas telas. Incluso se ha podido comprobar que las familias humildes, en los días importantes, vestían la mesa con un lienzo escogido, testigo de relatos familiares que contaban gestas patrias, hazañas de recordados héroes, episodios religiosos.
El mantel es el símbolo de la convivialidad, del intercambio psicológico y espiritual, de la conversación directa, independientemente de la posición social de sus usuarios.
Por desgracia, en la actualidad existen figones cuyos dueños no se preocupan de poner en las mesas manteles: se conforman con que estén aparentemente limpias en su superficie, aunque el precio de sus servicios sea muy parecido, si no más alto, al que puede cobrarse en normales restaurantes.
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El mantel
1. La mesa medieval pudo recibir inicialmente manteles de cáñamo, una tela algo gruesa y dura. Luego, la mesa moderna se cubrió también con la dulzura de la seda. Y el lino permitió configurar bellas telas unidas, adamascadas a veces.
Se ha dicho que el lino ‒una planta de flores azuladas‒ es el rey de las fibras naturales. Permite bellos damascos, lencerías, suaves vestidos. Ha sufrido momentos de declive; pero siempre volvió con fuerza, por ejemplo, en el ámbito de la ropa de casa. Cultivado en Mesopotamia desde tiempos remotos, fue utilizado por los egipcios no sólo para vestir, sino para hacer velas de chalupas, redes de pesca y vendajes de momias. Llegó a Europa en barcos fenicios. En la Edad Antigua se usó en los tiempos de Julio César; y en la Edad Media tuvo gran impulso con Carlomagno.
La cultura del lino relegó al cáñamo a partir del siglo XI. Y en el siglo XIII el lino se hizo famoso con un lienzo fino y delgado llamado batista. Paulatinamente las plantaciones de lino, en los siglos XVI y XVII, ocuparon centenares de miles de hectáreas en Francia y España. Por causas políticas adversas, los fabricantes de lino sufrieron un revés importante. Pero enseguida se repuso en el siglo XVIII la industria del lino, afinándose, por ejemplo, en la fabricación de crinolinas o miriñaques, armazones para la moda femenina, hechos de crin de caballo y de lino. Sea como fuere su historia, los manteles de mesa han sido depositarios de esta fibra, rígida y resistente, hasta el punto de que sus telas pueden soportar muchos lavados y durar toda la vida.
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2. Las importaciones algodoneras del siglo XIX asestaron un duro golpe a la industria del lino. Pero no perdió toda su fuerza, asociándose con el algodón. Ciertamente la gran revolución textil quedó marcada por la invasión del algodón, que permitía tejidos de varias cualidades: era más versátil que el lino y más fácil de mantener; agradable al tacto, ligero como una pluma. En el siglo XIX el algodón se mezcló con el lino en los manteles y se abrió a las nuevas costumbres. Tras la Segunda Guerra Mundial hicieron su aparición las materias sintéticas, cuyo fácil mantenimiento provocó el progresivo destierro de otras telas. No sabemos qué pasará con el lino, con el algodón, con la seda. Y quizás el cáñamo ya quedó sin pasaporte para entrar en el comedor.
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3. Pero ¿cómo se impuso el mantel? Parece ser que fue a partir de la dinastía merovingia, fundada en el año 481 d. C., cuando surgió la costumbre de sentarse de manera regular frente a una mesa para comer. Mucho antes, los judíos y los árabes realizaban sus comidas sentados en el suelo, alrededor de un mantón o lienzo grueso que les servía para disponer los alimentos.
Ahora bien, en la Edad Media, la mesa era un simple tablero extendido sobre caballetes; ese tablero se guardaba empinado en una habitación secundaria, a donde se le devolvía al finalizar la comida. La mesa era estrecha y los comensales se situaban a un solo lado, uno junto a otro.
La mesa aparece como mueble estrictamente dicho a finales del siglo XVIII, a la vez que en la casa quedaba consagrada a la comida una sala específica. Y en ese momento empieza a lucir el mantel de lino blanco, colocado de manera que su caída colgara formando graciosos pliegues. A los lados, y siguiendo toda su longitud, solían aparecer entreveradas rayas negras y azules . Entre las clases pudientes, y para las grandes ocasiones, los pliegues estaban bordados en hilo de oro, representando follaje y flores.
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4. Así pues, el mantel más cercano a nosotros comenzó a ser de lino. De Oriente vino la costumbre ‒y el arte‒ de elaborar la tela blanca integrando en su trama pequeños motivos, como rombos, ajedrezados, granos y flores.
Por otro lado, a partir del Renacimiento las telas se modularon, en las clases altas, bajo la forma del damasco, cuya urdimbre formaba dibujos. Ese tejido tomó su nombre, hacia el siglo XI, de la capital de Siria (Damasco), y se perfeccionó en el siglo XIII. Se incorporó al uso de los europeos en el siglo XIV. El damasco es un tejido monocromático, elaborado de tal manera que los motivos del anverso, formados por la trama, se vuelven a encontrar de manera simétrica en el reverso. Estos motivos se destacan, de un lado, con brillo sobre un fondo mate y, de otro lado, en mate sobre un fondo brillante. Cuando esta técnica llegó a Italia se aplicó a la industria de la seda, dando lugar a los adamascados de seda, cuyas motivos son flores, hojas y figuras geométricas. La técnica del damasco pasa de Italia a Flandes, cuya cultura del lino estaba muy asentada. Tras la Revolución francesa, el damasco de Flandes es sinónimo de calidad y lujo. Hacia mitad del siglo XIX el algodón, más firme y económico, reemplaza al lino. Se extendió el mantel de algodón adamascado y, en consecuencia, el damasco de lino se hizo rutinario y carente de importancia.
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5. No se sabe desde cuándo fue cultivado el algodón. Existía en India y China desde el siglo XIII antes de Cristo. Ya Heródoto, que vivió en el siglo V antes de Cristo, habló de “un fruto lleno de una lana superior a la de los corderos”. Pero ya era conocido en Arabia y Persia.
A partir del siglo VIII España adquiere el algodón de la India o de Egipto, a través del itinerario de Damasco. En Francia hace su aparición el algodón, llevado por los cruzados. Pero fue utilizado inicialmente en forma de borra para los colchones, y en forma de mechas para las candelas. Enseguida se aplicó para producir tejidos bastos, como el fustán, mezcla de lino y algodón.
La industria algodonera inició su andadura firme a finales del siglo XVII, dando lugar a la creación de tejidos de cierta calidad, tanto para vestimentas como para cortinajes y ropa de casa. Son buscadas las telas finas de algodón, como el percal (blanco o pintado más o menos fino) y el fustán. Y hay por toda Europa centros especializados.
Cierto es que al final del siglo XVIII, debido a la mecanización, el algodón se había extendido por Europa, proporcionando una fibra ligera, económica y fácil de trabajar, desplazando a la tela de cáñamo y a la de lino, que antes constituían la materia prima de las ropas blancas de casa.
Poco a poco se van refinando los tejidos de algodón y se les incorpora el arte del bordado. Los más bellos manteles se hacen en muselina bordada. A principios del 1900 ya son de algodón el 60% de las telas europeas, siendo un 30% las de lana y un 10% las de lino. El algodón se presenta en forma de cendales; también de franelas (tejido fino de lana o algodón, ligeramente cardado por una de sus caras). El algodón se adaptó a fibras para tapizar muebles y a fibras para confeccionar sacos.
Se incorpora también el satén (de algodón o de seda), tejido parecido al raso, hecho con un hilo muy fino, suave y fluido, destinado a lencería femenina y a pañuelos. Y cuando se hace adamascado, el algodón presta buenos servicios a la mesa, en la forma de manteles.
Después la Segunda Guerra Mundial, se hace sentir paulatinamente la concurrencia de fibras sintéticas. Pero el algodón ha seguido formando parte de la vida cotidiana.
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6. He dicho antes que el damasco se impuso como trama normal durante más de 250 años. Se implantó en la aristocracia y se extendió a todas las clases sociales, incluyendo motivos que hacen referencia a grandes hechos históricos, escudos nobiliarios, flores y frutos de diversas especies.
Dado que hasta el siglo XVIII se comía todavía con los dedos, los manteles se cambiaban en cada refacción. El damasco perduró hasta que apareció el bordado, venido también de Oriente.
Con la técnica del bordado el mantel se aligeró formando numerosos juegos de remates, a los que se les agregaban encajes. Los mantelitos o tapetes se multiplicaron para proteger muebles y bandejas: una forma sencilla que la familia tenía de exponer sus labores sabiamente trazadas.
Pero a la cocina no llegaban estos refinamientos. No los necesitaba. Aunque sí acogió de buena gana el lino y el cáñamo, tanto para secar o enjugar los utensilios como para urdir vestimentas domésticas (delantales) y paños de cocina.
Debo recordar nuevamente que un cambio profundo ocurre en los manteles cuando en el siglo XVIII comienza a llegar de la India el algodón, del que se obtenía una tela consistente, agradable y fácil de manejar. La pesada tela de lino deja de ser utilizada en los vestidos; se imponían telas blancas de algodón muy finas y transparentes, como la muselina y el organdí, muy aptas para recibir los bordados, puntillas y encajes. Inicialmente los bordados eran blancos e intentaban imitar dibujos formados con el tejido de damasco. Mas paulatinamente se expresaron con mayor variedad. Y a partir de la mitad del siglo XIX se incorporaron los colores: primeramente el rojo, luego el azul, etc. Y a finales de ese mismo siglo, el trabajo mecánico reemplazó a la mano de obra.
En esta breve reseña recordaré que no se deben confundir los manteles con los tapetes, los cuales aparecen hacia el siglo XVI y se multiplican en la segunda mitad del siglo XIX. Aparecen por doquier: en un vaso de flores, en una jardinera para proteger los muebles, sobre vasos y botellas para no manchar los manteles, en el fondo de la cesta del pan, en los platos de dulces. Toman todas las formas posibles: redondos, cuadrados, rectangulares… Y se hacen con diferentes técnicas, incluido el ganchillo.
Existen los tapetes de mesa, introducidos hacia el año 1930, pequeños rectángulos de algodón de diversos colores. Quedan a veces colocados debajo del plato para proteger el mantel.
Pienso incluso que si el mantel quedara suprimido de la casa, estos tapetes conferirían a una mesa que tuviera un atractivo diseño un rigor geométrico que se conjugaría muy bien con el estilo decorativo actual. Conozco a varios arquitectos que están teniendo éxito en sus avanzados proyectos de mesas. La evolución hacia nuevas formas está afectando, aunque lentamente, no sólo a la mesa como mueble, sino también a todo lo que pretende tener relación con ella, desde el mantel al cocinero.
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La servilleta
1. Tiene la servilleta «actual» muy pocos antecedentes en el pasado. Siempre se ha exigido, en la buena educación, que los comensales guardaran la urbanidad y las buenas «maneras»; y para eso está, entre otras cosas, lo que se dio en llamar «servilleta».
Digamos que, en cuanto la servilleta significa algo para limpiar los dedos y los labios durante la comida, hay un antecedente entre los antiguos griegos: según Hesychio, ellos usaban la parte interior y más blanda del pan, rodeada y cubierta por la corteza: era la miga, llamada apomagdalía, materia suave con la que los convidados se limpiaban las dedos y apuraban las cazuelas en los banquetes: una vez que los restos de comida se absorbían en el pan, lo tiraban a los perros (Hesychius, Απομαγδαλία A 6477; Suida A 3432; Julius Pollux, Onomasticón, 6.93). Esa era, a su modo, la «servilleta».
Los Romanos utilizaban un tejido blanco, llamado mappa en latín, para enjugarse el rostro y las manos durante sus convites. Cuando salían para comer, los invitados aportaban su propia «servilleta», un tejido blanco, adornado a veces: un gran trozo de lienzo, en el que también guardaban los restos de la comida para llevárselos. Probablemente esa tela sea el antepasado de la actual servilleta; pero también podría serlo del pañuelo.
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2. En la Edad Media no había servilleta individual. Los convidados tomaban asiento solamente a un lado de una larga tabla que se cubría con un mantel; dicho mantel formaba por ese lado un pliegue o dobladura, en la que cada comensal se limpiaba la boca y las manos.
Más tarde ese pliegue fue sustituido por una larga tela que, independiente del mantel, se utilizaba para limpiarse las manos; normalmente se ponía sobre el mantel. En albergues y ventas, esa tela quedaba colgada de un palo sujeto a la pared, siendo de uso común para todos los convidados, que seguían comiendo con los dedos.
En la primera mitad del siglo XV, bajo el reinado de Carlos VII de Francia (1403-1461), no se usaba todavía regularmente el tenedor, siendo normal la aplicación de los dedos; por lo que no era extraño que a lo largo de la comida se renovasen algunas veces las «servilletas», bajo la vigilancia de los oficiales de mesa. Hacia la mitad del siglo XVI el uso de la servilleta individual se generalizó. Al parecer su origen fue ocasional: el rey Enrique II de Francia (1519-1559) se puso alrededor del cuello una guarnición de encaje que, como un bello adorno, disimulaba una cicatriz en la garganta. Para evitar que el encaje se manchara se anudó alrededor del cuello un trozo de tela bordada. De solución ocasional pasó a costumbre, aunque dicha servilleta era de gran tamaño: con un metro de largo, protegía también el torso y las rodillas.
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3. Pero se ignora cuándo empezó a doblarse; aunque este arte menor hizo furor durante el siglo XVI: a partir de 1639 diversos tratados explican de manera detallada cómo deben realizarse los pliegues más extravagantes para transformar una mesa festiva en un plano de zoo.
En tiempos de Luis XIV (el Rey Sol, 1638-1715), la servilleta pasó a las rodillas; pero en seguida remontó hacia el busto. Las mujeres la prendieron con alfileres o pasadores y los hombres con los botones en sus ojales. Seguidamente retornó a las rodillas, primeramente desplegada; luego ligeramente desdoblada.
Entrado ya el siglo de la Ilustración, el XVIII, se hizo más razonable la servilleta, aunque admitió cierto lujo y perfume, haciendo ostentación de bordados y colores, expresando así el estado social de sus dueños, que no querían mezclar una clase social con otra («mezclar trapos de cocina con servilletas», como dice el refrán francés). También se procuró que su plegado fuese más discreto y geométrico, aunque era todavía grande el tamaño de la tela.
Hasta la mitad del siglo XIX las servilletas y los manteles fueron de damasco. Y los motivos labrados podían admirarse en el haz y en el envés. Pero no se combinaban todavía sistemáticamente los tejidos de unos y otras, pues las servilletas de hilo podían acompañar a los manteles de damasco. Sin embargo, el color tenía que ser siempre el mismo en unos y otras: blanco con encajes blancos, bordado blanco, con algún pequeño motivo rojo.
Llegado el siglo XX, las servilletas quedaron siempre asociadas al mantel. Los colores pálidos aparecieron alrededor del 1930. Después de 1945 la servilleta se hizo más pequeña.
Y el universo de la mesa fue siendo invadido por los colores, los estampados, los tejidos sintéticos e incluso el papel. Es el hoy, con nuestra contenida nostalgia de las materias naturales, las cuales, si no se pone remedio, acabarán desapareciendo.
[He utilizado una interesante bibliografía , rescatada de anticuarios: Bonneville (de), F.: Rêves de blanc. La grande histoire du linge de maison, París, 1993; Kaufmann J.-C.: Le cœur à l’ouvrage. Théorie de l’action ménagère, París, 1997; Harald Dettmer (Ed.): Gastgewerbliche Berufe in Theorie und Praxis. Hamburg, 2008; Heugel I. & Sarramon, C.: Dans les armoires de nos grands-mères, París, 2009; Sallas, J.: Gefaltete Schönheit. Die Kunst des Serviettenbrechens, Freiburg-Wien, 2010].
5 mayo, 2020 at 14:36
Precioso su artículo
El mantel es signo de distinción
En mi casa me lo enseñaron desde pequeña y nunca ha faltado