Luis Meléndez (1716 -1780): "Bodegón con besugos, ajos y condimentos".

Luis Meléndez (1716 -1780): «Bodegón con besugos, ajos y condimentos» [Fragmento].

Quaestio disputata

Hacer del ajo una “cuestión disputada” ­—parecida a las que los escolásticos antiguos mantenían sobre materias peliagudas—, podría censurarse como un asunto anodino. Pero el caso es que en nuestra literatura gastronómica han surgido dispares puntos de vista sobre la importancia y la riqueza culinaria del ajo. Me voy a referir solamente a las opiniones del bilbaíno Jacinto Miquelarena, por un lado, y del gallego Julio Camba, por otro, representantes respectivamente del “Sic” y del “Non” sobre este vegetal.

El “no” se aferra  al fuerte olor que emana al ser cortado —cosa que se debe a las dos sustancias volátiles que encierra, la alicina y el disulfuro de alilo—; no se perdona ni el ajete, ni el ajo andaluz, ni el castellano, ni el ajo morado, ni el sanjuanero.

El “sí” se afianza en las múltiples y provechosas aplicaciones que tiene en la cocina de casi todo el mundo, desde los griegos y romanos, con la fortuna de aparecer en recetarios españoles enarbolando su nombre en múltiples formas o platos: ajoblanco, ajo caliente, ajo pringue, gazpacho andaluz, pollo o conejo al ajillo, escabeche, salmorejo, ajoarriero, mojo, sopa de ajo… y un largo etcétera.

Antes de entrar en el detalle de la disputa, podríamos recordar que el mayor productor de ajos, en megatoneladas, es China, seguido muy de lejos por India, y con mayor distancia por Egipto, Rusia, Estados Unidos, Argentina y Ucrania. En fin, la primera función gastronómica que tiene es la de saborizante natural.  Pero tiene otras, como después diremos.

Tanto Camba como Miquelarena son buenos escritores, jocosos, con una prosa exacta y fluida, aconsejables por su calidad literaria.

 

Las razones del “no”

Julio Camba, en un capítulo dedicado al ajo en su libro La casa de Lúculo o el arte de comer (1929), embiste así:

“La cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas. El ajo mismo yo no estoy completamente seguro de que no sea una preocupación religiosa, y, por lo menos, creo que es una superstición. Las muje­res de mi tierra natal [Galicia] suelen llevarlo en la faltrique­ra para espantar a las brujas, y sólo cuando el bulbo liliáceo ha perdido su virtud mágica en fuerza de rozarse con la calderilla, se deciden a echarlo en la cazuela. Es decir, que el ajo lo mismo sirve para espantar brujas que para espantar extranjeros. Tam­bién sirve para darle al viandante gato por liebre en las hosterías, y aquí quisiera yo ver a los famosos catadores de la corte del Rey Sol, que, al comer un muslo de faisán, averiguaban, por la firmeza de la carne, si aquel muslo correspondía a la pata que el faisán re­plegaba para dormirse o a la otra. Una de nuestras mayores hazañas culinarias la hemos realizado en la ciudad de Olvera al hacerle tomar estofado de burro a un destacamento bonapartista; pero no nos envanezcamos excesivamente. Aderezado con ajo, todo sabe a ajo, y los hosteleros que, para darle a uno gato por liebre, emplean demás del ajo un relleno de tocino y municiones, podrán saltarle a uno una muela, pero no aumentarán nunca su convicción».

«No digo que sólo en España se utilice el ajo como condimento. Todo el Mediterráneo trasciende a ajo y, aun dentro de la misma Francia, país de una cocina tan refinada, los marselleses hablan con un acento que, en su cincuenta por ciento, no tiene nada que ver con la prosodia, sino que es únicamente olor de ajos. Es en España, sin embargo, don­de el ajo ha tomado verdadera carta de natu­raleza y, acostumbrado a su sabor, el español encuentra insípidas todas las comidas que no lo usan, «Del cíclope al golpe, ¿qué pueden las risas de Grecia?» —preguntaba el poeta—. ¿Qué puede la trufa —pregunto yo a mi vez— en el país del ajo? Los españoles nos cauteri­zamos con ajo el paladar, así como los yanquis, antes de la Ley Seca, se lo cauterizaban con alcoholes helados y contradictorios, y si nues­tras cocineras son tan aficionadas al ajo, no es porque este condimento les sirva para hacer una buena cocina, sino, al contrario, porque les sirve para no tener que hacerla».

«Está, no obstante, muy lejos de mí el pro­pósito de negar todas las excelencias del ajo. Utilizado hábilmente, el ajo puede servir, por ejemplo, para neutralizar el olor a lana del car­nero, olor que, en un gigote, viene a ser algo así como lo que sería en un traje el sabor a asado. Tampoco opino que se deba prescindir del ajo en las sopas de ajo, aunque hay por ahí quien presume de fumar tabaco desnicotiniza­do y de tomar café sin cafeína. Lo único que digo es que el ajo es un arma de dos filos, con la que se puede hacer pasable un alimento mediocre y con la que se puede destruir un manjar de primera clase”.

 

Las razones del “sí”

Jacinto Miquelarena, en un capítulo de su libro Mesones y comidas en la época de Cervantes (1947), se refiere polémicamente a Julio Camba, aportando una loa al ajo y a esa «ruta del ajo» que pasaba junto a las ventas.

«Las ventas fueron, en suma, puestos de descanso en el caminar de aquellos días por la que podríamos llamar ruta del ajo. Pero la ruta del ajo fue la ruta de un gran pedazo de mundo, pues la trazó Julio César y sus legiones. El dejó tras de sí la estrada, la bóveda y el ajo romanos. «El secreto de una vida larga —dicen los anglo­sajones— es comer ajos; lo difícil es mantener el secreto.» Tiene el ajo, como se ve, muchos e ingeniosos detractores desde el punto de vista social. Añádanse a ellos los enemigos culinarios, como Julio Camba, a mi juicio equivocado. En muy pocas recetas de la cocina francesa falta un diente de ajo, y no ciertamente como medica­mento hipotensor, sino porque neutraliza con su levantisca y es­timulante esencia vegetal el exceso de gusto a ganado que se da en muchas carnes o la levedad de sabor, el laicismo podríamos de­cir, de otros productos de la mar y de la tierra. Nadie ignora que hasta mediados del siglo XIX había en París vendedores ambulantes de ajos, pero no sólo en trenzas de un blanco nácar como todavía se ofrecen en las calles de no pocas ciudades españolas y argentinas, cuando menos, sino preparados ya en ajerías, ajiaceites y ajadas, con leche, con queso fresco, con pan, con almendras y nueces. To­davía el ajo es la base, con el aceite, de la llamada cocina provenzal y, en términos generales, de la cocina mediterránea, desde Gibraltar a Egipto. Este siglo ha decretado que el ajo sea antisociable, porque teniendo los anglosajones más cañones que nadie, la gente acepta sin reservas que ellos han de tener razón en cualquier cosa. Afortunadamente, contra no pocas equivocaciones de los ingleses en buenas maneras y arte culinario, han luchado mucho… los in­gleses».

 

La «verdad» del ajo

No es nada despreciable el valor nutricional de 100 g. de ajo: carbohidratos (33 g.), azúcares (1 g.), proteínas (6 g.); y en menor cantidad vitaminas B3 (0.7 mg.), B5 (0.6 mg.), B6 (1.20 mg.) y C (31 mg.); así como pequeñas cantidades de calcio, hierro, magnesio, fósforo, sodio y zinz.

Se ha utilizado como antibiótico para combatir bacterias y virus; también para controlar las enfermedades cardíacas, la presión arterial, el colesterol,  la arterioesclerosis  y el reumatismo. Es lo que se explica en refranes: «Quien ajo come y vino bebe, ni la víbora le puede”, “Ajo, cebolla y limón, y déjate de inyección”.

Pero parece ser que el ajo posee menos efectos beneficiosos cuando está cocido: pues en crudo mantiene su alicina (sulfuro de hidrógeno) que facilita la distensión de las membranas celulares vasculares  y favorece la circulación. También fue utilizado como expectorante y como unto para combatir las verrugas. «Ajo hervido, ajo perdido», dice el refranero; y también: “Con pan y ajo crudo, se anda seguro”.

Si a la antedicha disputa le quitamos el humor de sus contendientes, comparece el ajo puro, saludable y generoso: dispuesto para cualquier guiso, incluso para un verso de Lope de Vega, quien en El valor de las mujeres (Acto tercero) pone en boca del enfadado Riselo una petición de sopa de ajo a la terca Silvia:

LUCINDO.- ¡Si os dice que está el conejo
asándose, y puesta ya
la mesa!, ¿Qué causa os da,
para tanto sobrecejo?
RISELO.- ¡Haced ajo al instante!
SILVIA.- No quiero

RISELO.-                     ¿Sabéisle hacer?
¡Haced un ajo, mujer,
no sea el diablo, erguíos delante!.
LUCINDO.- Acabad que estais pesado.
RISELO.- Los huéspedes salen fuera.
SILVIA.- ¡Ajo me vuelva, si hiciera tal ajo!

Seguramente Lope recordaba aquí un refrán popular: “No hay campana sin badajo, ni sopa buena sin ajo”. En verdad Riselo pedía, para antes del conejo asado, una reconfortante sopa de ajo.  Total, como dice el Diccionario, sólo necesitaba, por entonces, aceite, unas rebanadas de pan frito, un caldo con ajos, sal y pimienta. A todo ello se le suele añadir ahora un poco de pimentón dulce,  caldo de pollo, unos trocitos de jamón y un huevo estrellado al final.

Pero Silvia replica enfadada: antes que hacer sopa de ajos, prefiero quedarme «tiesa» como un ajo. Que en ello está también el refranero.