Diego de Aroza fue un médico navarro, nacido en la primera mitad del siglo XVII, natural de la localidad roncalesa de Garde. Estudió medicina en la Universidad de Zaragoza, y obtuvo allí el grado de Doctor.
Ejerció como médico en las localidades oscenses de Alquezar, Benabarre, Arn, Lascuarre y Fonz.
En 1668 publica: «Tesoro de la excelencias y utilidades de la medicina y espejo del prudente y sabio médico. Enriquecido con la Vida del Príncipe de Médicos y Médico de Príncipes Avizena» (Lérida, Juan Noguès). Es una interesante obra sobre la profesión médica, sobre su función social y sus cualidades morales. También recoge las vidas de Hipócrates y Galeno (recopiladas de diversos autores); añade un capítulo de médicos, boticarios y cirujanos; así como lo más sentencioso de las epístolas familiares de Cicerón.
En el capítulo IX de este libro, Aroza nos invita a descubrir las muchas y muy grandes propiedades del vino, así como la utilidad y daño que causa la bebida refriada con nieve o con hielo. Habla también de los vinos adobados con yesos, cal y otros materiales de esta especie.
En realidad Aroza se limita a citar las doctrinas galénicas que los médicos medievales y renacentistas bien conocían. En general, pone poco de su propia cosecha. Pero refleja muy bien el saber de su tiempo acerca de estas materias.
El vino: bebida, alimento, medicamento.- De las doctrinas referidas aprende que el vino no es solamente bebida espirituosa, sino alimento, y como tal “bien y presto nutre y humedece y caliente las partes sólidas, corrobora todas las partes del cuerpo, ayuda para la digestión y distribución de los manjares, mueve la orina, provoca el sudor, calienta todo el hábito del cuerpo, y es singular remedio para corregir la sequedad y frialdad de los viejos”.
Insiste, además en que con el vino se concilia el sueño, se fomenta la sangre y se alegra el corazón, se templan los humores, desecha toda tristeza, dando fuerza y vigor a todos los miembros. Finalmente, hace las mujeres fecundas [¡!].
Recuerda que el gran médico musulmán Avicena, contra sus correligionarios, bebía vino, diciendo que es de las cosas que crían más loable humor en las venas. Asimismo afirma que es el vino de aquellas cosas que hacen claro y rubicundo el color del rostro.
El vino, pues, no es nocivo para los humanos, si se bebe con moderación, no a rienda suelta, “sin juicio y a lo panarrista”. El término “panarrista” está tomado del párrafo que el médico extremeño Juan Sorapán de Rieros (1572-1638) escribiera en su libro: «La medicina española contenida en proverbios vulgares de nuestra lengua» (1616): ahí asegura Sorapán que causa estragos “el vino bebido a rienda suelta, sin juicio y a lo panarrista”, o sea, como persona vaga que se tumba y no se levanta, según los diccionarios antiguos.
En definitiva, el vino puede ser usado como alimento, como bebida, o como medicamento: «ninguna cosa crió Dios, que pueda hacer estos tres efectos, como el vino”. En cualquier caso, el vino generoso y fuerte, para mitigar su calor en el organismo, ha de ser equilibrado con agua.
Vino aguado.- Para conservar la salud, el vino se ha de beber con maduro juicio, “templada y sobriamente, por medicamento, a fin de conservar la salud y fuerzas. Por lo tanto ha de ser aguado, y en medida cantidad, que usándolo así, quien tuviere buen vino, bébalo, no lo dé a su vecino, sino fuere por caridad”.
El buen vino oloroso tiene ciertamente efectos admirables, como enseñaba Sorapán: es alimento salubérrimo, y muy sustancial para el ánimo, y cuerpo. Con atropellada vehemencia escribe: «Calienta los resfriados, engorda, y humedece los exhaustos y consumidos; da color a los descoloridos, despierta los ingenios, hace graciosos poetas, alegra al triste melancólico, vuelve bien acondicionadas las ásperas condiciones, distribúyese con facilidad por las venas, es más semejante a nuestra naturaleza, que otra cosa del mundo, aplaca la sed más que el agua, desarraiga la hambres, es triaca contra la ponzoña de la cicuta, restaura instantáneamente el espíritu perdido, alarga la vida, y conserva la salud, hace decir verdades, mueve sudor y orina, concilia sueño, aprovecha milagrosamente al cocimiento del estómago, a la digestión, a la generación de la sangre, y nutrición; hace que los hombres se amen, causa buena esperanza en los ánimos; y en suma, es único sustentáculo y refrigerio de la vida humana».
En viejas fábulas leyó Aroza la costumbre de mezclar con agua el vino (especialmente el tinto maduro y generoso). “Dionisio, que es lo mismo que Baco, fue el primero que mezcló agua con el vino. Y así, habiendo andado hasta entonces los hombres encorvados y abatidos con la gran fuerza del vino, de allí adelante anduvieron derechos, como lo escribe Filocoro y lo refiere Rodiginio”. Gracias al vino, podría decir un evolucionista, el hombre sale del estado de simio y se levanta sobre sus pies.
Ahora bien, reconoce Aroza que algunos vinos, de su natural, son tan verdes, crudos y acuosos, que más encrudecen el estómago, que corroboran; y mas enfrían, que calientan.
Los vinos no se deben adobar.– Aroza no es partidario de “adobar” los vinos, por ejemplo, mezclándolos con yeso o cal. Refiere que el adobar los vinos con yeso o agua marina no es nuevo; pues de ello hacen mención Columela, Plinio y Dioscórides, entre otros antiquísimos autores. Avisa, no obstante, Aroza que “los tales vinos violentan el estómago, el hígado, y engendran una inextinguible sed, como lo advierte el Doctor Laguna [1499-1559]. Porque todo género de yeso es muy defecativo y constrictivo. Y toda suerte de cal abrasa, muerde, quema, y engendra costras». ¿Por qué, entonces, siendo el vino de su natural y cosecha un saludable antídoto, así como un suave, benigno y loable alimento, lo transforman ‒echándole yeso, cal, y otras muchas invenciones, sin razón, ni fundamento alguno‒, en mortífero rejalgar [sulfuro de arsénico]? «Pues aunque mediante el hervor [fermentación] del vino, el yeso se cae al suelo del vaso, no deja de comunicarle al vino sus calidades abrasantes y desecativas”.
También la dentadura se deteriora con aquellos vinos que han sido resfriados con nieve, yeso o salitre. Ello, asimismo, “ahogan el calor natural, encrudecen el pecho, debilitan en grande manera el estómago, atoran todos los interiores miembros y finalmente siembran muchas dolencias frías y gravísimas, como son cólicos, dolores de hijada [bajo vientre], y de estómago, perlesías, apoplejias, espasmos, asmas, hidropesías, piedras, y dificultades de orina, que aunque no se descrubran en la juventud todavía, luego poco a poco van adquiriendo fuerzas; y a la fin, cuando el hombre comienza ya a declinar, al tiempo que esta descuidado, salen de emboscada furiosamente, y le asaltan”.
El mejor vino.- Encuentra Aroza gran diversidad entre los médicos sobre saber cuál de los vinos ‒el blanco o el rojo‒, tienta más el cerebro; pero Aroza siente acerca de este punto, con el Dotor Laguna, que “el vino rojo, aunque es más frío, y mucho menos humoso que el blanco, todavía embriaga más que el blanco; y esto no por su propia naturaleza y cosecha, sino accidentariamente, hiere con su vapor. Porque como el vino rojo … detiénese mucho más en el vientre que el blanco, que por razón de su sutileza desciende, y se orina luego; y deteniéndose, necesariamente hiere con su vapor el cerebro, y le trastorna”.
Explicaciones estas que hoy pueden hacer sonreír. Pero que entonces eran la única referencia culta que el pueblo podía tener especialmente de las propiedades dietéticas del vino. Algunas pocas serían hoy también aceptables.
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