Ya desde el siglo VI antes de Cristo, algunos pensadores, como los pitagóricos, estaban convencidos de que lo propiamente comestible para el hombre está en el reino vegetal. Se habló luego del “alimento pitagórico”, cuyo primer sector serían las habas y, consecuentemente, las posibles hierbas que crecerían junto a ellas.
Pero no debo remontarme a tiempos tan lejanos. Quiero centrarme en el siglo XVIII, especialmente en Benito Jerónimo Feijoo, quien advertía (en su ensayo sobre “La cuaresma saludable”, insertado en el Teatro crítico Universal) que podía ser saludable la abstinencia de carnes para el tiempo de cuaresma. Todavía se hacía la distinción entre la carne y el pescado. Por motivos religiosos, la primera estaba prohibida en ese período, junto con los productos animales, como la leche y los huevos; el segundo, no.
Se queja este ilustre escritor de las frecuentes dispensaciones de abstinencia cuaresmal que hacían los médicos por motivo de la indisposición corporal de sus pacientes. Aunque achaca esta práctica, de un lado, a la condescendencia del galeno; y, de otro lado, a la exageración que muchos hacían de sus males por los supuestos alimentos de cuaresma (peces y vegetales).
Para Feijoo es incierto que los alimentos cuaresmales sean, respecto a nuestra salud, de peor condición que las carnes. Porque a veces prestan un nutrimento más saludable que las carnes. Ya Hipócrates prescribía los peces como convenientes en todo género de fiebres.
Feijoo sigue en esta materia al doctor Martín Martínez (Medicina escéptica y cirugía moderna, 1772), que se declaraba partidario del alimento tomado de los peces. Decía dicho doctor, con la jerga médica de su tiempo: «Las comidas más saludables son las que se cuecen mejor y se convierten en sustancia nutritiva, dulce, suave y gelatinosa; porque éstas, ni serán tan expuestas a la efervescencia y tumulto, ni excitarán en nuestros sólidos tan enormes crispaturas y vibraciones. Pues la naturaleza de las carnes es sulfúreo-salina y fibrosa; y con la misma dificultad con que resisten por su dureza la tritura de los dientes, y no fácilmente se reblandecen con la permixtión de la saliva, con esa misma se resisten en el estómago y demás oficinas a la digestión o cocción; y caso que se conviertan en humor nutricio, siempre tienen condición salina, áspera y pungente: pues lo que sucede en la boca, debemos suponer sucederá en los demás órganos; porque siendo la naturaleza una, y en todo semejante, siempre usa el modo más sencillo y compendioso de obrar, sin mudar medios, ni variar las primeras máquinas con que empezó sus obras … Al contrario, los peces, siendo más tiernos y viscosos, fácilmente se atenúan y convierten en una linfa tenue, dulce y gelatinosa, muy proporcionada para conciliar flexibilidad en las fibras, y fluxibilidad en los humores: ésta es capaz de refrenar el ímpetu de las sales, templar la exorbitancia de los azufres, domar la bilis, humedecer la sangre; y en fin, asociándose amigablemente a nuestras partes, repararlas y nutrirlas… Los peces, además de esto, entre todos los animales, son los más fecundos, ágiles y sanos: ni hay historia de peste alguna, o contagio, que hayan padecido; de donde parece se infiere darán un alimento también más sano y apto para conservar la salud, y robustez. Las carnes sólo son proporcionadas para llenar el cuerpo de crudezas y pútridos humores, de donde se siguen diarreas, vértigos, gotas, calenturas, y apenas hay dolencia, que no pueda seguirse a esto; por lo cual es adagio, que carnivoram animam non amat bona valetudo (un ánimo carnívoro no respeta la buena salud)».
O sea, que la ictiofagia (hábito de comer pescado) sería más saludable que la sarcofagia (costumbre de comer carne). Esta era, según Feijoo, una opinión bastante probable; aunque no se atreve a encumbrarla como la más probable.
Respecto de otros alimentos cuaresmales -como frutas, yerbas y legumbres-, subsisten las mismas razones que militan a favor de los peces: esto es, su más fácil atenuación y digestión, no abundar tanto de partículas sulfúreas y salinas, etc. Por lo cual se recomendaba como sanísimas la leche de almendras, las yerbas, frutas y legumbres. Y aun cuando en unas y otras se reconociese algún fallo, era fácil corregirlo por la cocción y el condimento.
Feijoo está de acuerdo en alabar a quienes afirmen que la carne no es el alimento natural del hombre. No está convencido de que, como el vulgo piensa, las carnes nos dan mejor alimento que los peces, y mucho mejor que frutas y yerbas. Es cierto que muchos antiguos, siguiendo el principio de semejanza, afirmaban que entre dos substancias semejantes es más fácil la conversión de una en otra, que entre dos desemejantes. De aquí se infería, que recibiremos mejor y más pronto nutrimento de las carnes que de los peces, y mejor de éstos que de las plantas. Pero si se lleva al límite ese antiguo principio de semejanza, se seguiría que sería mejor comer la carne cruda, que cocida o asada, por la mayor semejanza que, con nuestra carne, tiene la carne cruda. Feijoo considera exagerada, y nada científica, la aplicación de este principio de semejanza. ¿Acaso el mejor pan del mundo es un malísimo alimento, por la gran desemejanza que hay entre su substancia y la nuestra? Y siguiendo con las consecuencias de ese principio, ¿no se seguiría que el mejor alimento para el hombre sería la carne humana? ¿no lo creyeron así los antropófagos que en el mundo han sido?
Cuestión distinta es que, respecto a muchas indisposiciones corporales, sean más saludables los peces y vegetales, que las carnes y sus derivados.
Tras citar Feijoo a varios médicos vegetarianos próximos a su generación, afirma prudentemente que si bien es clara la utilidad de frutas y hortalizas, advierte, no obstante, que «haciendo únicamente pasto de ellas, serán nocivas a muchos». Y eso por la gran discrepancia de temperamentos que hay entre los hombres, así como por por las diferentes disposiciones y circunstancias subjetivas, buenas o malas, en que es absorbido un mismo alimento. ¡Magnífica observación biológica!
Y de cara a los dietistas, Feijoo aconseja que, además de seguir la propia experiencia científica o clínica, siempre han de consultar al apetito y a la complexión del paciente, y considerar el condimento oportuno -que puede enmendar o corregir los humores o cualidades corporales-, así como la bebida competente. Nada que objetar.
Si el intuitivo Feijoo hubiera tenido ocasión de comprobar los avances de la moderna fisiología, habría abandonado toda la jerga vegetariana y se hubiera inclinado a lograr la compensación biológica de cada individuo. Bastaría repasar un análisis de las constantes expresadas en un informe serio de laboratorio para comprender que, por ejemplo, un déficit de hierro o calcio se puede subsanar con un adecuado alimento, llámese carne, pescado o vegetal.
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