A la memoria de Manolo Sarobe
Nuestro patrimonio cultural no se agota en monumentos y objetos de museo, sino que comprende también las tradiciones o las expresiones vivas, pero intangibles, que se han transmitido desde tiempos atrás. Una de esas tradiciones es la culinaria.
Aplaudo que el Diario de Navarra haya abierto un concurso de recetas, donde los autores manifestarán no sólo el saber técnico y el ingenio para enseñarlas y realizarlas, sino también el homenaje reverente a una tradición y a unos usos familiares que las han hecho posibles.
La cocina navarra, ejercida en el correr de los siglos, constituye un patrimonio inmaterial que, si obedecemos a las indicaciones de la Unesco, debe ser protegido y celebrado. No me cabe duda de que el “Gallico de San Cernin” lo habrá pregonado muchas veces, desde sus alturas, a todas las Sociedades Gastronómicas, a todos los navarros.
Como simple botón de muestra quiero recordar la prolijidad con que en Navarra se han conseguido determinados embutidos, que configuran un acervo propio y distintivo. Unos frescos: como chorizo y salchicha. Otro crudos-curados: como chorizo de Pamplona, salami, chorizo casero, chorizo de jabalí, longaniza roja, longaniza blanca, txistor o chistorra, birika. Otros cocidos: morcilla de arroz, morcilla de cebolla; rellenos hechos con huevo; zuri o txuri. Y todos, bien condimentados y mezclados con manos expertas.
Pero comer estos productos es, por lo menos, un hecho cultural, además de un fundamental acto fisiológico y psicológico; y en él se enhebran las emociones, los decires populares, los momentos familiares y las aportaciones sociales. Forman aquí unidad la fisiología, la psicología y la cultura. A esa unidad llamo gusto gastronómico, que no es el simple comer ni el simple beber, ni está sólo en el paladar para saborear el punto de ingredientes, o en el olfato para gozar de los efluvios del vino, o en el tacto bucal para advertir la suavidad de un crujiente asado. También se precisa la compañía, el convivir, tener un comensal al lado, para superar, como seres racionales, la sorda digestión solitaria.
Agrego que, para superarse, el cocinero no ha de ser siempre un inventor que proyecta o descubre preparaciones inexistentes. ¡Como si el secreto de la cocina fuese la novedad permanente! Lo que no es tradición es plagio, decía un escritor español. Porque se puede plagiar el disparate. La tradición, bien acogida, es fuente de corrección y también de innovación. Para mí, probar unas humildes lentejas con un ligero toque de laurel, es volver a comer con mis abuelos y mis padres, con las gentes de mi pueblo, con la sencilla música de una bandurria que da la oportunidad a la jota. Pero el “toque” es el acierto en los fogones para restablecer las emociones que también vivían nuestros antepasados. Si no es así, la cocina no nos enseña nada.
(Publicado en Diario de Navarra, 26-X-2018)
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