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El anciano tras la eterna juventud

QUENTIN MASSYS, 1465-1530. La Duquesa fea (National Gallery de Londres). El pintor nos presenta la deca- dencia física rayana en la carica- tura: una mujer deforme se engalana con encajes y muestra un esperpéntico rostro maquillado y unos pechos fofos que asoman por el escote, intentando parecer hermosa bajo las tocas de la ju- ventud. Hay una belleza del alma que no se expresa con los ropajes de una lozanía perdida. Aceptar la vejez es, entre otras cosas, reco- nocer que la mocedad no vuelve y que hay otros tipos de belleza que pueden ser vividos.

QUENTIN MASSYS, 1465-1530. «La Duquesa fea» (National Gallery de Londres). El pintor nos presenta la decadencia física rayana en la caricatura: una mujer deforme se engalana con encajes y muestra un esperpéntico rostro maquillado y unos pechos fofos que asoman por el escote, intentando parecer hermosa bajo las tocas de la juventud. Hay una belleza del alma que no se expresa con los ropajes de una lozanía perdida. Aceptar la vejez es, entre otras cosas, reconocer que la mocedad no vuelve y que hay otros tipos de belleza que pueden ser vividos.

Esperanza de vida

Si un dietista es preguntado hoy por la composición química del organismo normal respondería –a diferencia del dietista antiguo que recurría al aire, al fuego, al agua y a la tierra–, indicando el oxígeno (65%), el carbón (18%), el hidrógeno (16%), el nitrógeno (3%), el calcio (2%), el fósforo (1%), o el potasio (0’25%), y otros oligoelementos en menor proporción; pudiendo incluso agregar que en las últimas etapas de la vida suele presentar esa composición ciertas anomalías, debido a que la decadencia orgánica progresiva se debe tanto a factores del entorno humano como a fenómenos internos que pueden estar programados en el esquema genético o que inciden en el deterioro funcional y orgánico del árbol arterial, de las glándulas de secreción y de la masa encefálica.

El problema de las últimas etapas de la vida –si no queremos hablar de una sola final– cobra actualidad en nuestro mundo, donde una sociedad industrializada presta esperanza de vida a través de la medicina y la higiene.

Si en la primera década del siglo XX la esperanza de vida rayaba en los 44 años, en la primera década del siglo XXI está ya en los 75 (YUSTE, 89-98). Pero ocurre que esa longevidad se ve atrapada ahora en la escalofriante caída de la natalidad, de manera que, sin recambio biológico generacional, el anciano acabará siendo una carga insoportable para la sociedad, lo cual crea a los políticos un problema muy serio (ALGADO, 79-90).

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Música y gastronomía

Jan Bruegel (1568-1625): «Gusto, Oído, Tacto». Preciosismo, riqueza de colorido y alta calidad de los detalles: en la mesa central, a la izquierda, dos niños escuchan atentamente la música de un archilaúd (el oído), mientras que la joven acaricia a un perrillo (el tacto); a la derecha, otra muchacha degusta ricos manjares (el gusto). A su lado, en el primer plano, un excelente bodegón de caza; y en un segundo plano, unos criados se disponen a servir la mesa.

Se da el caso de que algunos personajes han mirado la música como un complemento del mismo placer gastronómico. A este propósito me ha surgido la pregunta de por qué un gastrónomo puede estar interesado en la música.

 La música es movimiento y ritmo

Varias veces, a lo largo de nuestra historia cultural, se han levantado voces para indicar la relación que la gastronomía puede tener con la música. De hecho, el oído –junto al gusto lingual, al olfato, a la somestesia y la vista– es uno de los elementos complementarios del “gusto gastronómico” global. En realidad, sin la penetración del mundo en nosotros a través de los sentidos, no habría mundo ni belleza. Sin olfato no se distinguiría belleza en el olor del jazmín. Sin los ojos, jamás podría captarse belleza en el cuadro de las Meninas pintado por Velázquez. Dicho de modo general: sin sentidos no hay be­lleza para el hombre. Por eso decían los antiguos que lo bello es lo que, al im­presionar nuestros sentidos, causa placer.   Seguir leyendo

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