Diego Velázquez, “El almuerzo” (1617). Ante una mesa sobriamente dispuesta (un plato de mejillones, un pan, dos granadas y un vaso de vino), un anciano, un joven y un niño (metáfora de las tres edades del hombre) se disponen gozosamente a comer; es una escena de la vida cotidiana de la España del siglo de Oro.

 Lo que nutre y lo que agrada

El alimento no sólo «nutre», sino que también «agrada» o «desagrada»: se acompaña de un tono emotivo, un estado afectivo. Esto fue conocido desde antiguo mediante una obser­va­ción vulgar: se sabía, por ejemplo, que las emociones tienen una acción inhibidora o excitadora sobre el deseo de comer; así, el buen humor y la compañía agradable ejercen ya una función aperitiva; mien­tras que una si­tuación de cauti­vidad o pérdida de liber­tad pro­vocan un tras­torno de los proce­sos digestivos. Asimismo, el que come solo en un restaurante sufre una disminución del apetito y del gusto. También se sabe que una mesa bien arreglada provoca un efecto ex­citante sobre el apetito: «Se come con los ojos» dice el proverbio castellano. Pero tam­bién con una buena compañía.

Retomando la distinción entre «hambre» y «apetito», puede decirse que el hambre no es gastronómica, porque busca primaria­mente calmar la necesidad do­lorosa. Pero el apetito busca primariamente lograr el placer, el acto deleitoso de una buena digestión. El goce gastronómico es, desde luego, un sentimiento positivo. Pero no debe ser mirado en el momento de la concreta satisfacción. Tiene raíces más profundas. Seguir leyendo