Etiqueta: frutas

Los vinos, dulces y frutas españoles

Tomás Hiepes (1600-1674: “Dulces, frutas y vinos”. La simetría de sus composiciones lo emparentan con la pintura de Van der Hamen. La iluminación de sus composiciones es tenebrista, aunque remarca los contornos de los objetos.

Tomás Hiepes (1600-1674: “Dulces, frutas y vinos”. La simetría de sus composiciones lo emparentan con la pintura de Van der Hamen. La iluminación de sus composiciones es tenebrista, aunque remarca los contornos de los objetos. Por la parte literaria, traigo aquí un texto, muy breve, de Francisco Javier Sánchez Cantón, «España» (Hauser y Menet, 1940, pp. 116-120), como testimonio de una secular mirada entusiasta hacia los productos españoles.

‟Larguísimo podría y debiera ser el párrafo de los vinos, una de las mayores riquezas y bienes de España. Son, como todos sus productos y manifestaciones, de una variedad pasmosa. Todos conocen los vinos de Jerez y de Málaga, de Montilla y de los Moriles, la manzanilla sanluqueña, los de la Rioja —Alta y Baja, alavesa y de Hato—, deliciosos para la mesa; los de Aragón y el Priorato catalán, fuertes y ásperos; el de Toro, espeso; el de Valdepeñas, claro; el de Yepes, color rubí y astringente; los gallegos, de tipo escasamente alcohólico y de mucho bouquet. Hay, además, vinos que ya casi no lo son, como el asturiano y el fresco chacolí vascongado. Al lado de éstos, los dulces, como el moscatel del Centro y del Sur, el Málaga, el tostado gallego, hecho con uvas casi pasas, y la malvasía de Canarias, los anises de Asturias, la Montaña y Mallorca, y los aguardientes de Cazalla de la Sierra, Rute, el Ribero del Avia y de Chinchón. Tam­poco se ha de olvidar la sidra asturiana, hecha con olorosas man­zanas.

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El influjo de la alimentación en los genes

Georgia O'Keeffe

Georgia O’Keeffe (1887-1986): “Fruto tropical”. Dentro de las tendencias modernistas americanas, le gustaba expresarse utilizando la línea, el color y el sombreado armoniosamente. Exploraba las posibilidades multicolores de la pintura de flores, paisajes y frutos, con especial atención a los verdes sensuales.

Nutrigenética

Aunque la nutrición estuvo siempre sujeta a experiencias e hipótesis plausibles, el rendimiento científico no ha sido completamente suficiente. La ciencia requiere  conocer hechos más exactos y, como contrapartida, aplicaciones médicas más seguras.

En los recientes estudios sobre alimentación humana viene cobrando interés, con todo derecho, el avance que supone pasar de la revolución química –que ha sido  la época clásica de la nutrición moderna– a la revolución genómica. La investigación nutricional está ya siendo pilotada por los avances en la genética y la genómica, la cual pone su foco de atención en la molécula.

Resulta que las diferencias en la respuesta dietética se debe a la existencia de un componente genético. De ahí que el interés científico se haya desplazado a las interacciones entre los genes y los nutrientes a escala molecular. Estas interacciones son dinámicas, y se mantienen desde la  concepción a la edad adulta.

Tal dinámica interactiva se desarrolla en función del ambiente en que se vive. En la ingesta alimenticia estamos expuestos al factor ambiental, el cual contribuye a la formación de hábitos dietéticos que tienen su expresión génica sobre un fenotipo específico.

La Nutrigenética aporta, en este punto, unos datos que son interesantes no sólo para la dietética, sino también para la filosofía de la alimentación, de la que normalmente me ocupo.

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Mesa y dietética medievales

Dieta: absorción y liberación de energía

El hombre necesita energía. El organismo humano se considera hoy como una estructura mecánica inestable que para subsistir ne­cesita apor­tes energéticos de hidratos de carbono, grasas y proteí­nas. La aportación calórica de estas sustancias no es inmediata: es necesario que, como com­bustibles, sean transformadas. Sólo por su combustión u oxidación en el seno de los tejidos los alimentos liberan la energía necesaria para que los procesos vitales se man­tengan. Se trata de un proceso similar a la libera­ción de energía que una sustancia produce cuando es quemada en un ca­lorímetro dentro de un laboratorio. Nutrición implica, pues, combustión, li­beración de energía y eliminación de productos, por ejemplo, a través de la orina. Al transformar o metabolizar alimentos en nues­tro interior, nos mantenemos calientes, obtenemos la cantidad de energía suficiente para conservar nuestra vida.

mesa_y_dietetica_medievales_juan_cruz_cruzSorprendentemente este lenguaje no está lejos del utilizado por los die­tistas medievales. Cierto es que ellos tenían un rudimentario modelo mecánico de explicación. Y desconocían qué es oxidación o anhídrido carbónico; o cuáles son las funciones exactas del bazo o del cerebro.

Pero intuían muchas cosas básicas sobre la nutrición que hoy sabemos a través de la experimentación científica. Digerimos para calentamos, decían. Y también ellos hablaron de combustión y energía.

Estimaban que había una relación muy estrecha entre la constitución del hombre y la constitución de los alimentos. Y procuraron establecer categorías dietéticas de esos alimentos, tal como se hace hoy en día. Dieron indicaciones muy precisas sobre ejercicios, baños y comidas para conseguir estar en forma. Lo mismo que hoy, querían conocer el tipo de productos ali­menticios, identificando sus cuali­dades y jerarquizando sus influ­jos sobre el hombre.

Pero, ¿no es esto lo que se propone la dietética actual? De acuerdo que ésta cuenta ya con un modelo matemático y con otras posibi­lidades de experimentación. Pero la intención parece ser la misma: con­trolar la energía que entra y sale del organismo, la cual tiene lugar me­diante una combustión.

A explicar esta combustión y su modelo medieval se dirige el presente libro, con el deseo de com­prender cómo entendían los medievales sus ne­cesidades de mante­nimiento y el efecto de los alimentos sobre su propio organismo.

Cerezas para una dama

Carracci: Polifemo llamando a Galatea

Polifemo llamando a Galatea. Fresco de Aníbal Carracci (1597-1605).

De un Cíclope para Galatea

Los días últimos de junio y primeros de julio son ya tiempo de cerezas. Para mí vienen a ser, en el reino de las frutas, como las rosas o los claveles en el feudo de las flores. Una vez quise obsequiar a una dama y, en vez de flores, le envié una banasta de cerezas. Acerté.

En nuestros clásicos la cereza ha sido una fruta que aparece en versos y prosas con objetivos distintos. Sólo voy a referirme a versiones españolas que se hicieron de la famosa fábula de Galatea, ninfa recreada en las Metamorfosis por Ovidio (siglo I a.C.) y también en las Églogas de Virgilio (s. I a.C.). Ya antes, desde el siglo V a.C., los poetas griegos trataron el amor de Polifemo por Galatea. Ella era una agraciada moza –una de las nereidas que residían en el mar, jóvenes hermosas de largos cabellos adornados de perlas–; era requerida por un loco enamorado, el gigante o cíclope Polifemo, para que dejara las aguas y se integrara con él en la vida de tierra adentro. El cíclope quiso rendir a la bella Galatea muy especialmente por el apetito gastronómico: ofreciéndole a la ninfa no sólo obsequios de animales, sino también de frutas, tales como las cerezas, entre otras.

Inspirados en Ovidio y Virgilio los autores modernos –especialmente los españoles del Siglo de Oro– llegaron en sus descripciones a niveles poéticos inigualables. Entre las más famosas “Galateas” de nuestra literatura figuran La Galatea de Miguel de Cervantes, una novela pastoril; y la Fábula de Polifemo y Galatea, poema de Luis de Góngora.

Pero hay más autores que aprovecharon el clima idílico que describieron Ovidio y Virgilio.  Voy a espigar tres, que adosan hábilmente un adjetivo o un epíteto a cada fruto, consiguiendo no sólo innegables aciertos poéticos, sino también atinados inventarios gastronómicos. Seguir leyendo

El abundoso huerto de Lope

Frans Snyders (1579-1657): “La frutera”. Ejecutó con gran habilidad y espíritu escenas de mercados y despensas. Fue muy apreciado por Rubens, con quien colaboró.

En muchos de sus poemas Lope describe con la palabra exacta las sensaciones táctiles, gustativas y olfativas que completan el regusto gastronómico.

Realiza una facunda pintura de frutas, procurando indicar las notas de color, olor, textura y sabor, bajo el adorno de una lírica pura. ¿Quién podría despreciar las melosas uvas y las acerbas ciruelas, o los duros nísperos y las flojas brevas, o la olorosa cermeña y los lanudos membrillos? En tal sentido, Lope es un maestro de la literatura gastronómica, como lo demuestran los tres poemas que he seleccionado.

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Félix Lope de Vega: «El Isidro«, Canto VI, Madrid, 1599.

Se trata de una obra escrita en obsequio de San Isidro Labrador, por lo que Lope describe en pormenor los frutos que un labrador puede sembrar y recoger en su propia tierra. El poeta atiende no sólo a la hermosura del verso, sino también a la verdad de la historia y de su circunstancia geográfica: cosechas, frutos, racimos y todo tipo de primicias hortofrutícolas.

Utiliza el verso corto, tan propio de lo español, lleno de una gracia incomparable: nuestras castellanas y dulces quintillas. Lope quiso expresar la fértil labranza de un Isidro que, tras los bueyes y arado, fue el más alto enamorado de cuantos tratan de amor. Y justamente junto a Isidro lanza otro labriego los siguientes requiebros a su amada, envueltos en el símbolo de los frutos del campo:

Tuvieras blancas cestillas,
no de toscas maravillas,
mas de frutas sazonadas
de estas huertas cultivadas
y de estas verdes orillas. Seguir leyendo

Degustación y cultura del licor

Eduard Manet (1832-1883). “Un Bar en el Folies-Bergère”. El artista retrata, con las manchas típicas de la pintura impresionista, la noche parisina de finales del siglo XIX. La joven camarera aparece absorta e indiferente a todas las miradas. En la barra están dispuestas, junto al frutero, las botellas de licor, en varios colores

La maestría sobre el alcohol

Si la cultura es elevación y sublimación de fuerzas y facultades, difícilmente podría negarse que el alcohol, amaestrado por el hombre, posibilita energías secretas, talentos ocultos. Me refiero no ya a la específica cultura del vino, sino a la del licor, o mejor, a la del alcohol en cuanto bruñe y redime su fuerza fogosa con frutos suaves de la tierra, desde la frambuesa al melocotón. Dejando aparte sus efectos negativos, que por tales ya no son estrictamente culturales, cabe decir que el alcohol es capaz de exaltar a la tierra en sus granos, al árbol en sus frutos, al hombre en sus ideas. La más alta floración cultural de occidente, la mística de un Taulero o de un San Juan de la Cruz, no es concebible sin la metáfora cierta de la experiencia sublimada de un licor, gustada en las “secretas bodegas” de los misterios.

La primera ”agua de vida”

En primer lugar, fue la farmacopea griega la que posibilitó lo que después llamaron los latinos “acquavita” (agua de vida); ya entre los antiguos pueblos orientales tuvo su origen la alquitara y la destilación. La Edad Media conoció, desde una perspectiva médica, los alcoholatos remediadores y, desde un punto de vista gastronómico, el hipocrás y la clarea. La generalización del uso del alambique en los Monasterios configuró una etapa prodigiosa.

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