Jacob Jordaens, “El rey bebe” (1640). En la vigilia de la Epifanía se celebraba una fiesta familiar, en la que participaban los criados. A quien le tocaba el haba metida dentro de una torta resultaba ser el rey de la velada: se le colocaba una corona en la cabeza. En el cuadro se representa a la persona de más edad como rey, el cual distribuye los cargos «cortesanos» entre el resto de personas. El que hacía de rey pagaba los costes de la fiesta. Jordaens expresa una celebración de personas arremolinadas en torno al anciano rey, entregadas desaforadamente a la bebida: el rey brinda con ellas animadamente. Aunque son visibles los excesos.

Desde hace varios años soy convocado, en la víspera de la Epifanía, por los organizadores pamplonicas de la «Cabalgata de los Reyes Magos» a participar como miembro de un jurado que evalúa un concurso de «Roscón de Reyes», abierto a todos los entusiastas de este grato confite, exceptuados los que están implicados en el negocio de la restauración. Es muy emocionante contemplar, al entrar en el salón del jurado, varias mesas en que se exponen las sutilezas de los concursantes, estelas de ilusión y entrega a la fiesta que se celebra.

El Roscón de Reyes ha llegado al seno de nuestras familias probablemente a través de dos tradiciones superpuestas: una, pagana; otra, cristiana.

La tradición pagana se remonta a las fiestas de invierno que se celebraban en el Imperio Romano, desde mediados de diciembre a finales de marzo. Durante esas fiestas se preparaban con higos, dátiles y miel unas tortas redondas que se repartían entre el pueblo. En su interior se introducía un haba seca, símbolo del sol y de la fertilidad: el haba que se planta al comenzar el invierno venía a ser una promesa de cosecha en primavera. Por eso, quien encontraba el haba escondida en la masa podía considerarse afortunado, por lo que era nombrado «rey de reyes» durante unas horas o unos días. Seguir leyendo