Desde hace varios años soy convocado, en la víspera de la Epifanía, por los organizadores pamplonicas de la «Cabalgata de los Reyes Magos» a participar como miembro de un jurado que evalúa un concurso de «Roscón de Reyes», abierto a todos los entusiastas de este grato confite, exceptuados los que están implicados en el negocio de la restauración. Es muy emocionante contemplar, al entrar en el salón del jurado, varias mesas en que se exponen las sutilezas de los concursantes, estelas de ilusión y entrega a la fiesta que se celebra.
El Roscón de Reyes ha llegado al seno de nuestras familias probablemente a través de dos tradiciones superpuestas: una, pagana; otra, cristiana.
La tradición pagana se remonta a las fiestas de invierno que se celebraban en el Imperio Romano, desde mediados de diciembre a finales de marzo. Durante esas fiestas se preparaban con higos, dátiles y miel unas tortas redondas que se repartían entre el pueblo. En su interior se introducía un haba seca, símbolo del sol y de la fertilidad: el haba que se planta al comenzar el invierno venía a ser una promesa de cosecha en primavera. Por eso, quien encontraba el haba escondida en la masa podía considerarse afortunado, por lo que era nombrado «rey de reyes» durante unas horas o unos días. Seguir leyendo