A veces he coincidido en la mesa con personas de apariencia normal que, comiendo a mi lado, inician una conversación interesante, pero que poco a poco van apagando la luz de su sonrisa y el albor de sus pensamientos, para poner rumbo a reflexiones sombrías y estimaciones negativas. Y a pesar del esfuerzo que he puesto por establecer indicadores positivos y objetivos, he salido prácticamente agotado del acto gastronómico. No eran «raras» aquellas personas. Simplemente tenían un «estado de ánimo» incompatible con la emoción positiva que requieren los procesos de la mesa. Y esa situación es muy frecuente.
Esta experiencia me da pie para proponer una reflexión, que sin ser estrictamente gastronómica, está ligada a los sentimientos o emociones con que vivimos el comer y el beber.