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Servicio a la persona: respeto, orden, diligencia

Frère

Pierre Eduard Frère (1819-1886): “Sirviendo a sus hermanos”. Poniendo atención razonable a su labor culinaria, la niña mayor se dispone a repartir la comida a sus hermanos, que impacientes esperan su ración correspondiente

En un restaurante, casi todas las personas que allí trabajan (desde el cocinero al camarero, pasando por el jefe de sala) están «al servicio del cliente». Es cierto que en casi todos los sectores de nuestra sociedad existen actividades que, bajo el cuño público o privado, se dedican a “servicios”; por ejemplo, “servicio de salud”, “servicios inmobiliarios”, “servicios ecológicos”. En todos los casos, hay alguien que “da” el servicio y otro que lo “recibe”. De manera que un servicio es, por ejemplo, la actividad entre el cocinero (con sus guisos y adobos) y el cliente (con su deseo tangible de consumirlos). Pero el interior  de este acto de servicio mismo no es algo objetivable y tangible ni se puede evaluar con medidas cuantitativas. De este momento “interior” del acto servicial que ocurre en el interior de un hogar o dentro de un restaurante quiero hablar aquí.

En el ámbito del “hogar” y, más concretamente, en las operaciones orientadas al mantenimiento y cuidado de la familia (actividades culinarias, gastronómicas, higiénicas, etc.), la prestación de un servicio implica siempre referencias externas e internas muy especiales, o sea, relaciones con personas. Precisamente sobre estas relaciones personales voy a proponer la tesis de “no hay un buen servicio, si no existe un gran respeto a la persona, y si no hay orden ni diligencia”.

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RESPETO

El respeto en sentido general

La palabra “respeto” viene del latín respectus, que significa atención y consideración. De modo usual significa veneración, acatamiento que se hace a alguien. En una de sus acepciones también significa  temor: un temor reverencial ante lo que es grande u honorable.

Ahora bien, el temor implicado en el respeto no es una reacción defensiva ante algo que pudiera producir daño o dolor; ese temor se limita a guardar distancia ante lo que es admirable y honorable, precisamente para no mancillarlo. El hombre guarda un sentimiento de respeto hacia lo grande y valioso [3]. Ciertamente el “respeto” es más fuerte que el “miedo”: es el más alto grado de deferencia, el sentimiento de entrega o dedicación a lo que se aprecia más que a uno mismo, ya sea una persona o un poder espiritual, como la patria, la ciencia, la iglesia, el gobierno, la humanidad. Seguir leyendo

Maestresala, oficio de mediación

Ernest Descals Pujol (1956-): “En el restaurante”. Con gran fuerza plástica manifiesta un momento de relación interpersonal.

Ernest Descals Pujol (1956-): “En el restaurante”. Con gran fuerza plástica manifiesta un momento de relación interpersonal.

Maestro: maître, maestresala, jefe de sala

Cuando alguien entra en un restaurante modesto y tiene la intención de comer allí, se le acerca una persona, que no suele ser el cocinero, sino el dueño, y esbozando una sonrisa le hace unas preguntas rituales, referentes, por ejemplo, a la mesa que quiere ocupar y, luego, ya aposentado, las pertinentes al contenido de la carta o lista de platos. Incluso le asesora brevemente sobre el contenido.

Hoy esta función de “recibir” y “asesorar” al comensal le compete, en restaurantes de cierto nivel, al que se llama “jefe de sala”, cuyo oficio se remonta a la antigüedad. No se le llamaba “jefe” –un término demasiado hinchado, propio de una relación vertical ordenancista, en la que se dan cita el superior y el inferior–. Se le llamaba “maestro”, “maestre”, magister, un término delicado y profundo, que indica una relación más horizontal que vertical, más dialogante que imperativa.

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Armonía del círculo gastronómico

Viggo Johansen (1851-1935): "Una mujer en la cocina". Con un dibujo excelente, especializado en la pintura de figuras, se inspira en Monet para el uso del color. Sobresale por los tenues efectos de iluminación de los interiores.

  Con amor

La casa de mis abuelos era bastante grande, quiero decir, espaciosa. Ahora me parece que también era enorme aquella sala, llamada “cocina”, que acogía a casi toda la familia sentada alrededor del fuego de la chimenea. Había allí una armonía entre los animados vivientes y los inertes instrumentos que, desde las sartenes a las espumaderas, colgaban de las paredes en rigurosa fila.  El desorden que se desencadenaba allí, antes de saborear el puchero en la mesa, era restablecido rigurosamente por el esfuerzo de todos al acabar de comer: cada cosa, una vez limpia, iba a su sitio; cada silla era devuelta a su posición inicial. Lo que había sido armónico, volvía a su primera armonía.

Los antiguos aplicaban la palabra armonía a las magnitudes espaciales, para significar la composición de cosas que guardan una coherencia que no admite la intrusión de objetos extraños; significaba también la proporción en que unos constituyentes están mezclados (Aristóteles, De anima, I, 4, 408 a 510). En la mitología, armonía  simboliza el orden que procede por atracción y repulsión del caos.  El todo armonioso, por otra parte, tiene tres requisitos: primero, sus partes deben ordenarse hacia un mismo fin; segundo, deben adaptarse entre sí; tercero, deben sostenerse o fundamentarse mutuamente. La armonía aparece entonces como conveniencia en las cualidades, como proporción en las sustancias, como comunión en las conciencias sociales. Recordemos la obra de Georgius, De harmonia totius mundi cantica (Venecia 1525).  

Coherencia y proporción es lo que yo observaba en aquella casa familiar, llevada por el hálito del amor. Porque sin amor por las cosas, las pequeñas y las grandes, tampoco hay armonía. Esta no viene sola: requiere sentimiento. Es lo que Hölderlin celebraba en un magnífico himno a la diosa Armonía:

¡Espíritus! ¡Hermanos!
Que nuestra alianza brille
con la magia divina del amor.
Que el amor puro e infinito
nos eleve a la más excelsa armonía.

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