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Por las posadas del siglo XVII: desde Irún a Briviesca

En 1679 la escritora francesa Condesa D’Aulnoy (Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, 1651-1705) escribió una "Relation du voyage d’Espage", viviendo el monarca español Felipe IV. Entró por Hendaya, con destino a Madrid. Su relato es un espejo de la cultura de España y sus costumbres de finales del siglo XVII. Elegiré aquellas páginas que hacen referencia a posadas, ventas y comidas de los principales lugares por los que pasó.

En 1679 la escritora francesa Condesa D’Aulnoy (Marie-Catherine le Jumelle de Barneville, 1651-1705) escribió una «Relation du voyage d’Espagne», viviendo el monarca español Carlos II (1665-1700). Entró por Hendaya, con destino a Madrid. Su relato quiere ser un espejo de la cultura de España y sus costumbres de finales del siglo XVII. En muchas ocasiones carga las tintas; y en otras se le nota una clara animadversión hacia lo español, hasta el punto de que algunos críticos, también exagerando, encuentran en esta obra motivos de la «leyenda negra». Su aportación literaria más conocida es «Cuentos de hadas». De su «Viaje» elegiré aquellas páginas que hacen referencia a posadas, ventas y comidas de los principales lugares por los que pasó.

 

‟Me parece oportuno describir de qué modo vi­vimos en estas posadas, y hago cuenta de que muy poco irá de unas a otras. Cuando se llega, mohí­no y maltrecho, abrasado por los ardores del sol o convertido en témpano de nieve (porque no hay temperatura media entre dos bien extremas), ni se halla puchero en la lumbre, ni un plato fre­gado. Se entra por el patio y se sube al piso por una escalera tan estrecha y difícil como una es­calerilla de mano.

„El patio está lleno de mulas y arrieros que hacen servir las albardas de mesa por el día y de almohada por la noche. Comen y duermen en amistosa compañía con las bestias, que compar­ten con ellos el trabajo. La señora de la casa, mal pergeñada, con un vestido viejo y desabrocha­do, corre a ponerse su traje de los días de fiesta mientras el viajero se apea, y no falta jamás a este requisito, porque son tales mujeres tan presuntuosas como pobres.

„El huésped es guiado a un aposento cuyas pa­redes son bastante blancas y están cubiertas de cuadros devotos muy mal pintados. Las camas no tienen colgaduras; las colchas, bastante decentes, son de algodón con flecos; las sábanas, del tama­ño de una toalla; las toallas, poco mayores que un pañuelo de sonar; y es preciso alojarse en una posada importante para disponer de media docena de servilletas, pues en la mayoría no se ve una sola servilleta ni tampoco tenedores. No hay más que un vaso en toda la casa, y cuando los arrieros lo cogen primero, cosa que suele acon­tecer, es preciso esperar con paciencia a que se hayan servido, si no se prefiere beber con el ja­rro. Es imposible calentarse junto al fuego de las cocinas, porque, como éstas no tienen chimenea, el humo ahoga. El hogar está en el centro y se pone a la lumbre sobre una teja lo que se quiere asar: cuando está quemado por una parte, le dan la vuelta. Si es grande la pieza, se ata de un cor­del pendiente de una viga del techo y recibe el calor de la lumbre; la hacen girar con la mano y el humo la pone tan negra que sólo su vista ya repugna. Seguir leyendo

El tenedor: un cortesano en la mesa

 

En cualquier iluminación de un manuscrito medieval que exponga gente alrededor de la mesa, apenas se hallan utensilios como cuchillos o cucharas y nunca el tenedor.

Un refinado comer con los dedos

Los modos de mesa no se vieron en­riquecidos y refinados com­pletamente en Europa hasta que incorporaron lo que hoy denomi­namos tenedor, un sencillo utensilio que consiste en un astil con dientes o púas en un extremo. Con el te­nedor alcanza Europa la objetivación cultural más alta en el trato con la co­mida, pues rea­liza la mediación pura del hombre con el alimento, sin tener que to­carlo con los dedos o las manos. El te­nedor abre las puertas de Europa a la modernidad. Incluso los refinados roma­nos comían con los dedos; y la diferencia entre un plebeyo y un patricio estri­baba en que aquél lo solía hacer con los cinco dedos, mientras que éste utilizaba sola­mente tres, sin ensuciarse el anular y el meñique. Así lo enseñaba Ovidio: Carpe cibos, digitis, est quiddam gestus edendi; ora nec inmunda tota perunge manu. Seguir leyendo

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