La maestría sobre el alcohol
Si la cultura es elevación y sublimación de fuerzas y facultades, difícilmente podría negarse que el alcohol, amaestrado por el hombre, posibilita energías secretas, talentos ocultos. Me refiero no ya a la específica cultura del vino, sino a la del licor, o mejor, a la del alcohol en cuanto bruñe y redime su fuerza fogosa con frutos suaves de la tierra, desde la frambuesa al melocotón. Dejando aparte sus efectos negativos, que por tales ya no son estrictamente culturales, cabe decir que el alcohol es capaz de exaltar a la tierra en sus granos, al árbol en sus frutos, al hombre en sus ideas. La más alta floración cultural de occidente, la mística de un Taulero o de un San Juan de la Cruz, no es concebible sin la metáfora cierta de la experiencia sublimada de un licor, gustada en las “secretas bodegas” de los misterios.
La primera ”agua de vida”
En primer lugar, fue la farmacopea griega la que posibilitó lo que después llamaron los latinos “acquavita” (agua de vida); ya entre los antiguos pueblos orientales tuvo su origen la alquitara y la destilación. La Edad Media conoció, desde una perspectiva médica, los alcoholatos remediadores y, desde un punto de vista gastronómico, el hipocrás y la clarea. La generalización del uso del alambique en los Monasterios configuró una etapa prodigiosa.
Saber de sabores
La experiencia histórica del licor hay que buscarla, psicológicamente, en el deseo que el hombre tiene de saber; siendo su más elemental saber el sensorial, el del sabor. La ampliación sensorial de los sabores aconteció con la unión de alcoholes, frutas y granos.
A partir del Renacimiento se extienden los cordiales y ratafías; y paulatinamente se universalizan los alcoholes dulces: desde el Benedictine al Chartreuse. Comparecen el aguardiente de sidra y, de un modo más elegante y cuidado, el aguardiente de vino: cognac, armagnac, brandy.
Del grano a la caña
La experiencia del sabor pasa indómita del grano a la caña, con la ginebra, el whisky y el ron. Se aprovechan los orujos, dando lugar al marc, a la grappa y al bagazo. Se experimenta con los alcoholes blancos de frutas. Se multiplica la introducción de pasturas: las hierbas aromáticas se engastan en el alcohol, apareciendo el anís y el vermout. También bucean las frutas en el arrebatado líquido, desde la menta a la naranja y la cereza, surgiendo el curaçao, el cointreau y el kirsch. Sin olvidar el pacharán navarro.
Incluso son incluidas las especias en el aguardiente, provocando la aparición del kummel, o licor de comino.
Y hay tipos de flores que no se resisten a hundirse en el licor espirituoso, provocando elixires tales como el rossoly.
La experiencia del sabor, posibilitada por el alcohol, se remansa dulce y melancólica en los ponches: fríos o calientes.
Industrialización y refinamiento
La civilización de la bebida alcohólica alcanza su punto álgido con la industrialización surgida en la modernidad. De un lado, el inicio de la globalización posibilita el refinamiento organoléptico. De otro lado, la personalidad gastronómica de los alcoholes facilita, a veces, la aparición de un proceso de identificación nacional: es el caso del vodka o del ron.
El límite de la psicología individual
Pero no menos cierto es que esa misma globalización puede provocar un efecto contrario. Por ejemplo, y acerca del uso jovial del alcohol, se produjo en Europa una división de las psicologías nacionales, en conformidad con la influencia de las severas normas protestantes en países centroeuropeos y las desembarazadas normas católicas en los países mediterráneos: hasta el punto de que algunos autores estiman que en los Países Bajos la pintura sufrió una quiebra de inspiración al quedar proscrito el alcohol de los talleres; el puritanismo antialcohólico habría provocado la caída de la pintura flamenca.
Degustación morosa y brindis
Otro efecto, contrario a la expansión, pero provocado paradójicamente por esa misma globalización moderna, es la aparición de la soledad en el acto de beber: si la sociedad se convierte en una enorme cantidad de soledades, no es extraño que el alcoholismo prospere con pasos agigantados.
La cultura del licor sólo se reconquista en compañía, justo allí donde el acto de beber se concentra como brindis. Sólo de esa manera puede tener sentido la morosidad de la degustación, que es el mejor acto de honor al buen licor. Es muy precisa y exacta la seductora alcoholización del brindis: Los viejos ritos de entrada y salida; el aperitivo y la coronación; la elevación de la copa, receptáculo artístico de lo espirituoso. Aparece así el licor como arrobo geométrico de la mesa. Y la elevación de la mano, como el triunfo del espíritu.
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