Michelangelo Merisi da Caravaggio (1573-1610): “Muchacho con cesto de Frutas”. Insertando luces y sombras, pinta con cierto manierismo naturalista el rostro embelesado de un joven ante el colmo perfumado de uvas, higos y manzanas.

 Placer y displacer no son sentimientos ab­solutos, sino relativos a estados fisio­lógicos, a circunstancias, a grados y a frecuencia con que se dan. Esta relativi­dad ha sido formulada por los tratadistas en las siguientes leyes psicológicas:

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Ley de la totalidad funcional

«Lo que es bueno para una tendencia con­creta y particularizada (el vino para el alcohó­lico) no es bueno para el sujeto tomado en su totalidad». Por eso debe ser bien entendida la «normalidad» o «adecuación» de la actividad es­timulante. Sería erróneo enfocar esa estimula­ción de manera puntiforme y sin relación con la «totalidad» funcional del organismo hu­mano. Porque una actividad nociva, como la correspondiente a la ingestión del alcohol, puede producir placer; mientras que una activi­dad útil, como la severa dieta y medicación del enfermo aquejado de nefrosis aguda, puede cau­sar displacer o dolor. La actividad estimu­lante, en cada caso, debe ir guiada o se­leccionada por la razón. Esta misma considera­ción «totalizadora» explica también que el dolor no guarde a veces proporción con su causa, pues también la costumbre, los hábitos sociales, unas ve­ces pueden inhibir el influjo de deter­mi­nados es­tímulos, otras veces pueden exa­ge­rarlo. 

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 Ley de la duración

«El placer y el dolor no duran conti­nua­mente«. Uno y otro se añaden al ejer­cicio del impulso de alimentación. Aris­tóteles su­giere una excelente compa­ra­ción: así como el com­plemento de la ju­ventud es la belleza, de igual modo el placer es el complemento de la activi­dad, del ejercicio. El placer es la belleza de la actividad. «Estas dos cosas van clara­mente uni­das y no pueden estar separa­das, porque sin ac­tividad no hay placer, y toda actividad se acaba por el placer». Esto explica  que el placer no dure con­tinua­mente. Porque las facultades hu­ma­nas no están siempre obrando o en ejer­cicio, como podemos observar: no siem­pre estamos de­seando comer, como no siempre estamos de­seando pensar. La vi­veza del acto dependerá en­tonces de la intensidad con que una fa­cultad obre, actúe. Aunque la facultad exista, si su ac­tividad no es viva y decae, «también el placer decae».

El glotón es aquél cuya facultad nu­tritiva está siempre en activo, ya sea esti­mu­lada intencionada y volun­tariamente, ya sea suscitada por un pro­ceso patoló­gico, exi­giendo siempre el complemento del placer.

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Ley del contraste

«El placer y el dolor se condicionan mu­tuamente». Después del placer intenso logrado en una exquisita comida, senti­mos aguda­mente el ligero displacer pro­ducido por un bocado de fruta en mal estado; y al revés, tras una desali­ñada e indigesta comida, sentimos intensa­mente el vagoroso placer de un fragante helado.

Por otro lado, ciertos placeres y cier­tos do­lores parecen ence­rrar un mero contenido nega­tivo, constituido por la ausencia del dolor o placer que reempla­zan. La ausencia de un inso­portable olor nauseabundo es sentida placente­ramente como un alivio. No ha existido en este caso un contenido positivo que haya pro­vocado el placer; ha bastado la privación, la simple ausencia de un displa­cer.

Finalmente, la intensidad de los place­res y de los dolores es in­versamente pro­porcional a su número o cantidad. Lo escaso puede ser más encantador que lo abundante. El sibarita que tiene todos los alimentos, todas las bebidas y suculencias que desea, cada vez goza menos de ellos. De parecido modo, el presidiario del si­glo XVIII obligado, entre otras cosas, a comer un alimento putrefacto tiene un estado conti­nuo de displacer físico, y por ello no siente con intensidad un nuevo displacer añadido.

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 Ley de las circunstancias

«La intensidad de un placer o de un dolor depende de las cir­cunstancias físi­cas y mentales en que se produce». El trozo de muela que me ha saltado mor­diendo una dura almendra mien­tras se­guía atentamente, entre gritos y aplau­sos,  el partido de fútbol en que ganaba por es­caso margen mi equipo favorito, no comienza a producirme dolor hasta mo­mentos después de acabado el encuen­tro, cuando la tensión ner­viosa ha decrecido.

Por otro lado, no es lo mismo el pla­cer o el displacer logrados por un im­pulso apagado (como cuando estoy re­cién comido) que un pla­cer o un displa­cer obtenidos por un impulso vivo y en plena efervescencia (cuando llevo doce horas sin probar bocado). Cuando una tendencia o impulso se encuentra en plena ac­tividad el placer que consigue re­salta viva­mente.

Además, el placer y el dolor varían en cua­lidad y en intensidad con la edad, los hábitos adquiridos y el temperamento. El ciclotí­mico y viscerotónico Sancho Panza siente con un poco de pan y queso una intensidad orgánica de placer muy supe­rior a la conse­guida por el es­quizotímico y cerebrotónico Don Quijote. El cam­pe­sino mexicano cuyo paladar y estómago están acostumbrados al «chile», siente el fuerte picante con una impresión afectiva de pla­cer que a un noruego le haría re­torcerse de dolor.

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Ley de los umbrales

«Ni los placeres ni los dolores aumen­tan indefinidamente». De modo que tanto la capaci­dad de goce como la de dolor es limitada. Al igual que las sensa­ciones tienen sus «umbrales», los senti­mien­tos de placer y dis­placer tienen los suyos. Ese umbral o límite va­ría con la sensibilidad individual y con la adapta­ción que cada uno consigue a su circuns­tancia.

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Ley de la saturación

«El placer repetido se embota, se gasta y tiende a la saciedad». Por eso, entre otras razo­nes fisiológicas, hay que alter­nar las die­tas alimentarias, por perfectas que cada una sea de suyo. Es el único modo de poder saborear o degustar los distintos tipos de alimentos que integran una dieta. Una dieta perfecta basada, por ejemplo, en tres ingredientes diarios, se­lec­cionados con criterios bioquímicos, podría mantener en un buen nivel nutri­cional el or­ga­nismo, pero acabaría embo­tando el sentimiento orgánico. Para po­der gozar entonces se requeri­ría aumen­tar continuamente la im­presión afec­tiva, (mediante especias, preparaciones pre­vias, etc.) con peligro de llegar a un punto en que la ingestión de aquellos in­gredientes se volviera dolorosa por ex­ceso de estimulación.

Esta última ley del placer nos da pie para ha­blar –incluso cuando el sujeto se encuentra ante un alimento objetiva­men­te agradable– de reacciones de satura­ción, como el abu­rrimiento, la sacie­dad, la repugnancia, el asco y la náusea.

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Abu­rrimiento y sacie­dad

El aburrimiento es un sentimiento en que la satisfacción se de­tiene, se obstruye o desapa­rece. De hecho es frecuente en­contrarse con personas para las que un buen alimento, una exquisita prepa­ra­ción, les resulta aburrida. Y como todo sentimiento tiene una «cualidad ob­jetiva», un «aspecto motriz» y un «temple senti­men­tal», podemos analizar estos elemen­tos. La «cualidad objetiva» captada en el abu­rrimiento es la neutralidad de signifi­cación del mundo: lo que me aburre no me dice nada, no da respuestas a lo que mi impulso vital pre­gunta. También es cierto que el «aspecto mo­triz» del abu­rrimiento es ínfimo, carente de impulso, aunque persista una aspiración al pla­cer. El «temple» o estado de ánimo vive el mundo como algo soso e insípido: la existen­cia aparece como vacía y falta ab­soluta de pla­cer.

En un plano negativo más alto queda el sentimiento de «sa­ciedad». El aburri­miento es el «punto cero» del placer, la mera ausencia de placer, matizada todavía por una espera de goce. La «cualidad objetiva» de la saciedad es la de pesadez e incomodidad del placer mismo. En sentido estricto, no estamos saciados del ali­mento, sino del placer que produce. El placer del exquisito manjar nos resulta ya molesto, empalagoso y enfadoso. El «aspecto mo­triz» de la saciedad es el gesto de replegarse uno en sí mismo, movimiento contrario a la acepta­ción, propia del goce. El «temple sentimental» de la saciedad es la antipatía del placer, el re­chazo del placer, justo porque empa­laga y causa hastío.

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Repugnancia, asco y náusea

La «repugnancia» toma una dirección dis­tinta de la saciedad: no se rechaza aquí el placer subjetivo, sino el alimento mismo, aunque sea de singular primor. Mucho más repugnante en­contraremos desde luego un alimento corrom­pido. La «cualidad objetiva» de la repugnancia es el objeto que resulta antipático y desa­grada­ble. El «aspecto motriz» que la acompaña es el gesto de echar a un lado el alimento, de recha­zar el objeto, aunque también se insinúa leve­mente en ella el quiebro de alejarse en otra di­rección.

El «asco» o la «náusea» se refiere a la «cualidad objetiva» de lo repelente, como el alimento maloliente, por ejemplo; pero tam­bién lo gelatinoso, lo viscoso, que es el estado de la materia cuando está en putrefacción; y asimismo, lo que está sometido a rauda pérdida de forma, co­mo la oruga, la colonia de gusa­nos, etc.: la forma se desintegra cuando lo vivo se transforma en muerto. El asco o la náu­sea es producido por aquello que, puesto en con­tacto con no­sotros, parece desin­te­grar o destruir nuestra propia sustancia vital, justo porque también ello está de­sintegrado. El aspecto «motriz» de la náusea consiste primariamente no tanto en apartar el ali­mento o la comida –como ocurre en la repugnancia–, cuanto en alejarse o huir, para no po­nerse en contacto con lo que produce tal sentimiento. Este deseo de no contactar se expresa de una manera fisio­lógica ní­tida en el «vómito» que expele del es­tó­mago –órgano de transformación de los ali­mentos– las sustancias que se hacen in­compa­tibles con las actuales funciones vitales del or­ganismo. Asco o náusea de­fiende los intereses de la vitalidad hu­mana.

Aburrimiento, saciedad, repugnancia, asco o náusea conciernen a la temática de la conser­vación del individuo y de la vida misma. Hacen que el organismo centre la atención en sí mismo, para de­fenderse (apartarse o huir) de un entorno hostil.