Juan Pablo Rubens (1577-1640), «El rapto de Proserpina». Con gran equilibrio y vigor, el artista representa el rapto violento que Hades hace de la espiga (Proserpina) llevándola en su carro fogoso al fondo de la tierra, a pesar de la oposición de Deméter, su madre y de todas las divinidades fijadas a la tierra.

La forma cultural-religiosa del alimento

El alimento no puede ser valorado sólo por sus dimensiones químicas y biológicas: com­porta una forma cultural que lo llena de sentido humano. Esta forma cultural es lo que hace que un grano de trigo, por ejemplo, sea un símbolo. Y entre los in­gredientes culturales hay que hacer men­ción enérgica de los aspectos religio­sos. Porque es difícil en­contrarse un sólo alimento que no tenga en el origen de su extrac­ción, o de su aplicación o de su consumo un fuerte matiz religioso. Añá­dase a esto que las culturas más primi­tivas de la humanidad fueron pri­mero de recolectores (de granos, bayas, frutos, raíces y tubérculos en general), cazadores y pescadores; después de hor­ti­cultores,  agricultores y pastores; en cualquier ca­so, sus alimentos tienen todos una simbo­logía religiosa destacada: en general sus creencias religiosas son poli­teístas, pues admiten varios dioses.

Hoy en día estamos perdiendo capa­cidad de captar muchas cosas que para los hombres primitivos eran importantes, decisivas; cosas que posibilitaron nuestro estado actual de recibir alimentos. Nues­tra visión técnica del mundo tiende a de­sacralizar la tierra misma.

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El símbolo de la «madre tierra».- Porque la tierra, para el hombre primitivo, era ya «Terra Ma­ter», Genetrix fecunda, origen primordial de todos los seres. En el himno homérico A la Tierra leemos: «A la Tierra cantaré, ma­dre uni­ver­sal de sólidos cimientos, abuela vene­rable que nutre so­bre su suelo todo lo que existe». Hasta el parto de la mujer es con­siderado como un caso de la ferti­lidad telúrica de la Tierra. La misma Gaia (Tierra), según el poeta Hesíodo, parió a Urano (Cielo), «un ser semejante a ella misma, capaz de cubrirla por en­tero»[1]. De las bodas de Tierra y Cielo nacen to­das las cosas, se­gún las creencias de los actuales primitivos de Oceanía, Indonesia, Asia, Africa y América. El Cielo abraza a su esposa y derrama sobre ella la lluvia fertilizante.

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Animismo y antropomorfismo primitivos.- Fenómenos corrientes entre los pue­blos primitivos suelen ser el  «animismo» y la «personificación de fuerzas natura­les».

El «animismo» es la creencia de que todo está vivificado: cual­quier cosa de la naturaleza es un ser animado. Este ani­mismo suele estar unido al «antropo­morfismo», que es a su vez la tendencia a considerar que la animación de todos los seres naturales es análoga a la de la vida humana[2].

Con alguna frecuencia –aunque no siempre– los primitivos consideran que hay animales o plantas que, por haber sido desde antiguo benéficos para la tribu y por estar ligados a ella desde el primer antepasado, deben ser especial­mente respetados y venera­dos; eligen, pues, ese animal o esa planta como pro­tector y guía, a semejanza de un antepa­sado, con el cual se instituye un lazo de pa­rentesco, con todos los deberes que eso comporta: dicho animal o vegetal es lla­mado totem. El totem es el guardián o la potencia tu­telar y condiciona un con­junto de normas sobre lo permitido o lo prohibido (tabú) en la comunidad[3].

Por último, la «personificación de las fuerzas naturales» con­siste en considerar, por ejemplo el aire, bien como un dios con­creto bien como la actividad de ese dios: así, para los antiguos griegos, Eolo personificaba el aire, Neptuno el mar, Urano el cielo, etc.

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 La divinidad en las culturas recolectoras

Sacralidad de las plantas.- Cada planta, cada animal, cada hom­bre que viene a la vida res­ponde a un clave sagrada que la Tierra esconde. El hombre pri­mitivo procura descifrar en el ritmo de la vegetación el sentido de la vida. Cada fruto es un don milagroso. Los investigadores A. G. Haudricourt y L. Hédin aseguran que todas las plan­tas cultiva­das actualmente fueron consi­dera­das en un principio como plantas sa­gra­das[4]. Un fruto, una raíz, un cereal, en­carna un enigma reli­gioso. Ilustraremos lo dicho con un ejemplo, sacado de un libro del historiador y etnólogo E. Jensen, quien ha estudiado muy a fondo el comportamiento del hombre primitivo recolector.

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Las divinidades «dema».- Este autor ha encontrado entre los pobladores de Nueva Guinea un nombre que ellos aplican a sus divinidades origi­narias: las que dieron nacimiento al mundo actual. Estas divinidades, llama­das dema, son concebidas de una manera antropomórfica. En un tiem­po mítico, originario y premundano, ocurrió que una de estas di­vinidades fue sacrificada por otros seres míticos y de sus miem­bros esparcidos provienen todas las cosas de este mundo. La divi­nidad dema no vive ya. Pero de ella se originó todo lo que hay. La divinidad sacrificada era la joven Hainuwele[5].

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El mito de la joven descuartizada.- Cuenta el mito que Hainuwele nació de una manera misteriosa. Un día que un cazador, Amete, se dirigía al bosque en­contró un cerdo salvaje que, al intentar escapar, se ahogó. En sus colmillos lle­vaba una nuez de coco que Amete reco­gió. Al día siguiente plantó la nuez; a los tres días nació un cocotero que floreció. Amete quiso subir al cocotero para reco­ger flores; pero se cortó y su sangre cayó en una de ellas. A los nueve días nació sobre la flor una niña, a la que llamó Hainuwele. A los tres días la niña se hizo una joven casadera que, durante un festi­val, danzó graciosamente entre otros danzarines. Al noveno día, éstos hicieron una fosa donde arrojaron y enterraron a Hainuwele. Viendo Amete que la joven no regresaba, la buscó ansiosamente y encontró su cuerpo. Lo desenterró y lo cortó en pedazos que, excepción hecha de los brazos, enterró en diversos lugares; de ellos nacieron plantas des­conocidas, especialmente tubérculos, que constitu­yen el principal alimento de los huma­nos. Amete llevó los brazos a otra divini­dad dema, Satene, quien construyó con ellos una puerta, obligando a los danza­rines homicidas a que pasaran por ella. Los que lograron pasar se hicieron seres humanos sexuados; los que no pudieron, se convirtieron en animales, como cerdos, pájaros y peces. Por tanto, la divinidad dema subsiste en las plantas alimenticias y en los ani­males. Cuando los mortales consumen todo eso (la nuez de coco, los tubérculos, los cerdos) se alimentan de la sustancia de la divi­nidad dema.

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 Culturas de caza y pesca: el señor de los animales

Los primitivos cazadores.- Entre los primitivos pueblos cazado­res Jensen encuentra tam­bién la idea de «un ser que se venera como señor y pro­tector de los animales salvajes y como auxiliar del hombre en la caza»[6]. Unas veces con figura de animal; otras, de hombre.

Por ejemplo, los esquimales del Labrador explican bajo una fi­gura ani­mal el poder del «señor de los renos». Cuentan que un chamán o hechicero quiso hallar el lugar en que ingresaban los re­nos cuando se retiraban en grandes manadas. Caminó durante dos meses hasta encontrar el lugar. Vio una gran casa cuya puerta estaba custodiada por un enorme reno. Era el «rey de los re­nos». Tan grande era, que los demás re­nos, llegados en grandes mana­das, pasa­ban por debajo de él sin tocarlo para en­trar en la casa. Cuando el último hubo pasado, el gran reno se tendió vigilante delante de la puerta[7].

Otras tribus del Labrador atribuyen figura humana al divino señor de los re­nos, de piel blanca y vestidura negra. Custodia una enorme cueva donde viven millares de renos. El chamán o hechi­cero del pueblo cazador debe rogar al «señor blanco» que  pro­porcione caza suficiente de renos. El señor de los renos ordena entonces que  para cazar sean observadas algunas prescripciones y concede a los cazadores un número determinado de animales[8].

Otras tribus incluso llegan a diferen­ciar dos deidades, una fe­menina, la se­ñora de animales terrestres, y otra mas­culina, el se­ñor de animales marinos. El chamán implora el auxilio de ambos para lograr éxito en la caza.

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Significado alimentario de la deidad animal.- Jensen estima que estos dioses o «señores de los animales» son típicos de los pueblos cazadores. «Con mucha fre­cuencia, el que tiene a los animales bajo su protección es un animal particular­mente grande de una especie determi­nada, importante para la caza, o es un ser antropomorfo de aspecto llamativo». Si se matan ani­males a la ligera, se comete un sacrilegio contra este señor divino, «que tiene a los animales bajo su protec­ción en el interior de la tierra y conoce su número»[9]. Así, pues, el «señor de los anima­les» despliega tres actividades: 1ª Protege a los animales de caza. 2ª Los encamina hacia los cazadores. 3ª Determina los preceptos que regulan la relación entre el cazador y el botín, im­pidiendo así la mantanza ilimitada y po­sibilitando que haya siempre animales a disposición de los cazadores. El hombre acepta estas reglas con un sentimiento religioso. Vulnerarlas equivale a irritar a la divinidad.

Los mismos rasgos del «señor de los animales» vuelven a repe­tirse en todos los primitivos cazadores o pescadores. Nor­malmente antes de salir de caza o pesca la gente invoca al respectivo señor de los animales, el cual se hace a veces pagar con ofrendas (que pue­den ser tan cu­riosas como el tabaco) los animales que han de reco­gerse. Parece ser que en los pueblos cazadores más antiguos sólo existía un solo señor de todos los anima­les, del que dependía el hombre en su relación con el animal. Pero en las cultu­ras más ac­tuales existe un «señor» para cada especie animal.

Es frecuente, en fin, que la figura di­vina de una época cultural precedente siga viviendo como «espíritu maligno» en la siguiente. Por ejemplo, los espíritus divinos de pueblos cazadores perviven en etapas subsiguientes de la cultura como espíritus malos y de rara figura. Su única malignidad consistiría propiamente en su inadecuación a las nuevas circunstancias culturales[10].

Podemos apreciar en estos «señores de animales» algunos ras­gos que son im­portantes para entender su repercusión simbólica: 1º Suministran alimentos, o sea, animales asignados a la caza. 2º Están presentes y entran en relación pa­ternal con el hombre. 3º Intervienen en la vida del hombre para mantener el orden estable­cido o para castigar las violacio­nes. En cualquier caso el suminis­tro de los alimentos figura en el centro de la relación del hombre con dicha deidad: la idea del «señor de los animales» parece tener importancia decisiva para la satis­facción de las necesidades eco­nómicas[11].

La figura del «señor de los animales» se adapta muy bien a la actitud mental y a la concepción del universo de los pue­blos caza­dores, en la que todavía no está considerada la idea  de un Dios supremo, creador del mundo y omnisciente[12].

De todo lo dicho se desprende que los pueblos recolectores y horticultores más antiguos afirman una divinidad dema, la que actuó en un tiempo originario, ante­rior a nuestro tiempo. Los pueblos caza­dores y pescadores, en cambio, una divi­nidad «seño­rial», continuamente presente y paternal. Esta idea señorial de la divi­nidad subsistió con carácter indepen­diente.

Los posteriores pueblos agricultores heredarán los resortes mí­ticos de la divi­nidad dema de los pueblos recolectores: en el tiempo mítico, una deidad, a me­nudo del sexo femenino, muere y de sus restos se originan las especies naturales más importantes que el hombre cultiva.

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Las culturas agrícolas de los antiguos griegos

La tierra y las espigas.- En los pueblos agricultores era lógico que la fertilidad de la tie­rra estuviera protegida por una divinidad, que fue objeto de culto entre los más antiguos egipcios y griegos. Estos últimos la lla­maron Deméter, la cual simboliza la Tierra Madre ya cultivada y a punto de florecer. El fruto, la espiga de mies, el grano del ce­real era simbolizado por la hija, Perséfone. Una y otra eran cele­bra­das en los ritos de los perpetuos reco­mienzos, del germinar y del brotar, de la muerte y del renacimiento. Pero el grano de la espiga sólo puede multiplicarse si es enterrado, si muere. La ger­minación su­pone la muerte previa de la semilla. A la aniquilación sigue el renacimiento. Antes de brotar, el grano pasa tres meses de in­vierno bajo tierra.

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Mito de Deméter y Perséfone.- La personificación de la espiga, Perséfone, hija de Démeter, es arrebatada a las profundidades de la tierra por Hades, el dios de los infiernos (los anti­guos creían que los infiernos se encon­traban en zonas subterráneas).

Perséfone (la Proserpina latina) pasa una estación (in­vierno) en el infierno, en el mundo sub­terráneo, antes de volver por otras tres estaciones a la tierra, desde la primavera, al lado de su madre. Simbolizaba la ne­cesidad de morir para renacer.

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El canto a Deméter o a la tierra.- Bellos y conmovedores poemas de la antigüedad clásica relatan la carrera an­gustiada de Deméter en busca de su hija perdida. Espe­cialmente poético es el Canto a Deméter, un himno homérico, compuesto en el siglo VII a.C., y del que sólo reproducimos algu­nas estrofas sig­nificativas[13]:

Quiero cantar a Deméter de her­mosa cabellera[14], la augusta diosa,
y a su hija[15] de esbeltos tobillos[16], a la que raptó Hades[17],
permitiéndolo Zeus[18] tonante, cuya voz se oye de lejos,
cuando, apartada de Deméter la del arma de oro, de hermosos fru­tos,
jugaba con las muchachas de ajus­tado regazo, hijas de Océano.
[…]
Pero se abrió la tierra de anchos caminos en la llanura de Nisa
y de allí surgió con ímpetu, con sus yeguas inmortales, el soberano
que a muchos acoge, el hijo de Crono[19] de múltiples advocacio­nes.
Se apoderó de ella, mal de su grado, y se la llevaba entre lamen­tos
sobre su áureo carro. Lanzó agu­dos gritos,
invocando a su padre, el Crónida[20], el más excelso y pode­roso.
[…]
Resonaron las cimas de los mon­tes y los abismos del mar
por la voz inmortal. Y la oyó su venerable madre.
Un agudo dolor se apoderó de su corazón.
En torno a sus cabellos perfuma­dos de ambrosía
destrozaba con sus propias manos su tocado[21].
Se echó un sombrío velo sobre ambos hombros y se lanzó,
como una ave de presa, sobre lo firme y lo húmedo[22], en su busca.
[…]
Aseguraba, en efecto, que de nin­gún modo regresaría
al fragante Olimpo ni dejaría me­drar el fruto de la tierra
hasta que viera con sus ojos a su hija de grácil rostro.
Así, pues, cuando oyó eso Zeus tonante, cuya voz se oye de lejos,
envió al Érebo a Hermes[23] de áu­rea varita, para convencer a Hades
con suaves palabras y traer a la sa­cra Perséfone
desde la nebulosa tiniebla hasta la luz, entre los dioses,
y que su madre, al verla con sus ojos, cesara en su cólera.
[…]
Se detuvo Hermes, que  guiaba a Perséfone, allá donde permanecía
la bien coronada Deméter, delante del templo[24] fragante de incienso.
Ella, al verla, se lanzó como una ménade[25] por el monte
sombreado por el follaje. Desde el otro lado, Perséfone,
cuando vio los hermosos ojos de su madre, dejando el carro
y los corceles, se lanzó a la carrera y le echó los brazos al cuello.
[…]
Y no desobedeció la bien coronada Deméter. En seguida
hizo surgir el fruto de los labran­tíos de glebas fecundas.
La ancha tierra se cargó  de fron­das y flores. Y ella se puso en mar­cha
y enseñó a los reyes que dictan sentencias, a Triptólemo, a Diocles,
fustigador de corceles, el ceremo­nial de los ritos y les reveló
los hermosos misterios, misterios venerables que no es posible
en modo alguno transgredir, ni averiguar, ni divulgar,
pues una gran veneración por las diosas contiene la voz[26].

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La explicación racional del mito de la tierra.- Deméter es la diosa de las alternancias de vida y muerte, de los ritmos biológi­cos de todos los alimentos vegetales. No simboliza propiamente la tierra salvaje o agreste (Gaia), sino la tierra culti­vada, la que produce las cosechas de cereales. Por tanto, repre­senta un paso más en el pro­greso de la naturaleza a la cultura: el tránsito de lo silvestre y rudo a lo civili­zado.

Deméter entrega una espiga de trigo a Triptólemo, para que re­corra con ella el mundo y enseñe la agricultura a todos los hom­bres.

El mito de Deméter y Perséfone es sustancialmente idéntico al mito sirio de Afrodita (Astarté) y Adonis, al mito fri­gio de Cibe­les y Atis y al egipcio de Isis y Osiris. Sólo varía el segundo per­sonaje, que no es hembra, sino varón: bien un amante (Adonis), bien un marido (Atis y Osiris). En cualquier caso, una diosa llora la pérdida de su amado, personificado en el cereal, que muere en invierno y revive en primavera[27].

Obsérvese que aunque Deméter da a los hombres el pan, sím­bolo de todo ali­mento, no da el verdadero alimento es­piritual. Este último lo ofrece Hera[28], la diosa de la luz, esposa de Zeus. Demé­ter, como la misma dietética moderna, no es un fin último, sino el medio por el que la corporalidad humana se proporciona y armo­niza para su fin último. No es la luz, sino el medio para llegar a la luz.

 


[1]               Teogonía, 126 ss.

[2]             Una tendencia a este «animismo» y  «antropomorfismo» podemos observar en la reli­gión hindú.

[3]              Es lo que ocurre con la vaca en el  hiduísmo.

[4]              A. G. Haudricourt / L. Hédin, L’Homme et les plantes cultivées,  90.

[5]              E. Jensen, Das religiöse Weltbild einer frühen Kultur, 35-38.

[6]              E. Jensen, Mito y Culto entre pueblos primi­tivos, 159.

[7]              E. Jensen, op. cit., 159.

[8]              E. Jensen, op. cit., 160.

[9]              E. Jensen, op. cit., 160.

[10]             E. Jensen, op. cit., 161-162.

[11]             E. Jensen, op. cit., 162.

[12]             E. Jensen, op. cit., 162.

[13]             Seguimos, sin apenas retoques, la traducción de A. Bernabé Pajares, en Himnos homé­ri­cos, 63-83.

[14]             La tierra cultivada y fecundada. La Ceres latina es la Deméter griega.

[15]             Perséfone, hija de Deméter y Zeus. La Proserpina latina es la Perséfone griega.

[16]             Como la espiga en su tallo.

[17]             El dios de las profundidades de la tierra: los in­fiernos. Los latinos le llama­ron Plutón (el rico), por las riquezas escondidas de la tierra.

[18]             Divinidad suprema, cuyo símbolo de poder es el rayo y el trueno. El Júpiter ro­mano es el Zeus griego.

[19]             Crono, dios del tiempo, es padre de Zeus y fué destronado por éste. Hades tam­bién era hijo de Crono.

[20]             Zeus era hijo de Crono: era un Crónida o Cronión.

[21]             Al desaparecer la espiga (Perséfone), la tierra cultivada queda marchita y sombría.

[22]      El invierno.

[23]             Es el dios de la elocuencia y del comercio: el que sabe convencer y vende bien lo que ofrece. Mercurio latino es Hermes griego. Lleva siempre el caduceo, una vara delgada y lisa, rodeada de cu­lebras.

[24]             En la llanura cerealista de Eleusis, a unos veinte kilómetros al oeste de la an­tigua Atenas olivarera.

[25]             Las ménades eran las sacerdotisas de Diónisos (Baco), excitadas danzarinas.

[26]             La diosa les da la espiga (el mito) y el modo (el rito) de cultivar el grano; pero el enorme miste­rio queda escondido.

[27]             J. George Frazer, La rama dorada. Magia y re­ligión, 451.

[28]             Reina del cielo y de la luz. La Juno latina es la Hera griega.