El tratamiento dietético, para los sujetos que tienen roto el equilibrio de su complexión, ha de hacerse fundamentalmente por los contrarios, siguiendo el principio alopático contraria contrariis[1]; así, el órgano que enferma por exceso de calor ha de ser tratado con alimentos de naturaleza fría, etc. Por ejemplo, una enfermedad de la sangre –cuyo humor es caliente, húmedo y dulce– debe ser combatida con alimentos fríos, secos y amargos; mas si la enfermedad proviene de la flema –que es fría y húmeda– se deben administrar alimentos y medicinas dulces, cálidos y secos. Asimismo, la complexión seca y fría de los ancianos ha de ser girada hacia la humedad y el calor, mediante alimentos adecuados y ejercicios suaves que mantengan el «calor innato». Mas cuando las complexiones son temperadas (que tienen sólo un leve despunte o del elemento caliente, o del frío, o del húmedo o del seco) las prescripciones dietéticas se rigen por el principio similia similibus[2]: para las constituciones húmedas son convenientes los alimentos húmedos; y para las secas, los secos.
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Simbolismo de los contrarios y de los semejantes
En razón de los humores y de la teoría dietética de «contraria contrariis / similia similibus«[3] llegaron los alimentos a contraer incluso un sentido simbólico. Por ejemplo, dado que la manifestación orgánica de la sexualidad se consideraba como un exceso de humores cálidos y húmedos y que, por tanto, para curar la impotencia debían entrar en el cuerpo los ingredientes cálidos y húmedos, como la carne de cuadrúpedos y el vino, estos alimentos fueron considerados como símbolos de potencia generativa. Mas si se deseaba guardar la castidad, era preciso que tales alimentos no fueran ingeridos: en este caso (y era el de los monjes medievales) sólo había que tomar alimentos de cualidad fría y seca, base de la dieta disecante o refrigerante de los monacatos. Alimentos fríos no eran los que hoy pueden entenderse como «frescos», sino peces y algunas carnes de volátiles, productos crudos, el mijo, las habas, los puerros, el pan de cebada (árido por excelencia), etc. De modo que en muchos conventos fueron prohibidos sola cuadrupeda, non volatilia, según el testimonio de Rabano Mauro[4]. La carne no era considerada moralmente mala: lo era cuando podía provocar lujuria. El cuidado de la castidad llevaba, pues, aparejada la abstinencia de determinadas carnes. Tal abstinencia figuraba como un momento central en la normativa moral sobre los alimentos.
La dietética antigua se encamina así a mantener la buena mezcla de los humores (eukrasía) y el buen flujo de los pneumas o spiritus por los canales del cuerpo, la actividad bien medida de las partes, así como la armonía entre el organismo individual y el cosmos que le rodea.
Y en estos ocho puntos se resume la razón que el médico de Barataria da a Sancho cuando le dice que estudia a los hombres «tanteando su complexión».
[1] Principio alopático recogido también en los versos de Villalobos, 288:
Aplica el contrario si daño humeroso
con las cualidades allí no se asienta:
si es cálido dale jarabe acetoso,
jarabe de asenjos es muy provechoso
do hay frío, y emplastos de asenjos y menta.
[2] C. W. Müller, Gleiches zu Gleichen.
[3] El pueblo llano español conocía más o menos la jerga dietética de los galenos, en especial la relativa a la dialéctica frío/caliente, llegando con cierta sutil socarronería a ponerla en entredicho, como se desprende de este cantar popular:
Dicen que el apio es caliente,
y el rábano, y el pepino;
y yo digo que es mentira,
que más caliente es el vino.
Todavía persiste en las tradiciones de la India la creencia de que hay alimentos fríos (thanda) y alimentos calientes (garam), cuyas propiedades ejercen influencias específicas en el cuerpo: así, por ejemplo, es peligrosa la combinación de los fríos con los calientes; a su vez las dietas deben ser programadas de modo que a un organismo con una dolencia garam se le asignen alimentos thanda, y viceversa.
[4] Rabano Mauro, De institutione clericorum, II, 27; Patrologia Latina, 107, c. 339.
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