El alimento en la mesa habla por sí mismo
Comunicar es hacer llegar a otros nuestras ideas, nuestros sentimientos o nuestras intenciones. Y sabemos que hemos comunicado algo cuando vemos despertarse en el otro una reacción determinada. El instrumento de la comunicación puede ser muy variado: una seña, un gesto, una palabra o… una comida.
Un alimento cualquiera, cuando se presenta en la mesa, incorpora normas, preferencias, orientaciones de civilización: se convierte en una expresión, en un lenguaje con el que se «entienden» las personas de un área cultural. Se trata de un signo o expresión con capacidad representativa y comunicativa. Por ejemplo, el alimento mantiene su carácter de signo dentro de los valores de lo cotidiano y de lo festivo: los días de fiesta suelen distinguirse por un cambio (cuantitativo o cualitativo) de las comidas y por la presencia de postres especiales. Un dulce especial dispuesto en la mesa antes de comer es signo de un acontecimiento no cotidiano.
Pero no se crea que el alimento es un signo convencional o arbitrario, como pueden ser los semáforos o las señales de carretera: está cargado de realidad natural. Lo significado no es reflejado por él de manera convencional, sino realmente. No podemos sustituir a nuestro antojo un símbolo alimentario por otro. Su poder se basa en la fuerza de la imaginación espiritual y de la afectividad humana, encardinadas en las costumbres de una civilización. Porque el espíritu humano no es sólo razón, sino también imaginación y sentimiento, que se religa, con todas sus potencias espirituales, a un sentido existencial abarcador, universal. Por ejemplo, cuando decimos «aceite de oliva virgen», ¿a qué nos estamos refiriendo? ¿quizás al líquido amarillento que llena una botella colocada en los anaqueles de un supermercado? En parte sí. Pero ese aceite es también una historia, una civilización de cultivo, una costumbre de gozar. Así lo comprendió Pablo Neruda en su Oda al aceite:
Aceite, en nuestra voz, en
nuestro coro,
con
íntima
suavidad poderosa
cantas;
eres idioma castellano:
hay sílabas de aceite,
hay palabras
útiles y olorosas
como tu fragante materia.
No sólo canta el vino,
también canta el aceite,
vive en nosotros con su luz madura
y entre los bienes de la tierra
aparto,
aceite,
tu inagotable paz, tu esencia verde,
tu colmado tesoro
que desciende
desde los manantiales del olivo.
El aceite, el agua, la miel, el trigo, el vino…, entre otros, pueden ser símbolos radicales alimentarios, los cuales están en nuestra cultura posibilitando que el individuo se amolde a un ámbito que trasciende el mundo empírico y sensible. Lo que el aceite expresa simbólicamente no es la realidad representada por su imagen exterior visible, sino algo indefinible, un sentido transcendente que fecunda la existencia humana. No la existencia humana aislada, sino la existencia individual dentro de un medio social. Los poetas de todos los tiempos han aprovechado la potencia evocadora de estos símbolos. Cada grupo y cada época tienen los suyos. Y una sociedad que carece de símbolos radicales es que está ya muerta culturalmente.
Lo cual no quiere decir que en todas partes o en todos los tiempos sean aceptados con el mismo vigor los símbolos. Es probable que en una civilización tan altamente tecnificada e instrumentalizada como la nuestra exista una ceguera para los símbolos radicales. Es cierto que en la historia de la civilización se han presentado también algunos alimentos como símbolos convencionales, expresiones de una época o de unos intereses muy concretos, pero distintos de las dimensiones que abren aquellos otros símbolos radicales. Por ejemplo, la costumbre de ingerir alimentos en abundancia (cuantitativa y cualitativa) se puede convertir en signo de poder; como también la posesión de las especias en el mundo antiguo y medieval fue un signo de poder y de fuerza.
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Lenguaje correcto e incorrecto de la conducta alimentaria
Por su dimensión humana –tanto subjetivamente en los hábitos, como objetivamente en las costumbres–, la alimentación se ejerce como un lenguaje: un lenguaje culinario, gastronómico y convivial. Y de la misma manera que hablamos correctamente el lenguaje articulado para comunicarnos con otros –de suerte que la construcción sintáctica sirve para la comunicación semántica– así también en el lenguaje alimentario hay una sintáctica y una semántica claramente diferenciadas.
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La adecuada sintaxis alimentaria
La sintaxis enseña a coordinar y unir las palabras para formar las oraciones y expresar conceptos. Esa actividad ocurre también en la cocina: ¿Cómo debo unir la canela y el limón con el aceite, la leche, los huevos, la manzana y la harina para hacer un pastel que, una vez horneado, exprese a la vez sabiduría y cariño? Porque de eso se trata: no sólo de llenar los sentidos, sino de plenificar también los sentimientos. Para ejemplificar esta tesis –y con el ánimo de establecer sólo un apunte sobre tal idea– quiero recordar el cuarto libro de la primera Gramática castellana (1492), la de Antonio de Nebrija, donde la sintaxis o construcción es llamada orden: «a ésta pertenece ordenar entre sí las palabras y partes de la oración». Esta sintaxis se ocupa de la disposición, concordancia y función de las palabras dentro de la oración. Y explica las oraciones irregulares o incompletas a partir de las oraciones regulares o fundamentales. La sintaxis es ineludible en cualquier lenguaje que se quiera hacer entender. Nebrija indica dos aspectos de la sintaxis: el de la concordancia de las palabras en la oración y el del orden que pueden mantener en ella.
Lo mismo le ocurre a la sintaxis culinaria, la cual, ejercida como el lenguaje articulado dispone los elementos en estructuras que pueden ser triangulares (como gusta decir Lévi-Strauss) o simplemente polares, como parece ser lo más usual: salado-dulce, amargo-ácido, caliente-frío, crudo-cocido, asado-frito, hervido-ahumado, etc.
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El barbarismo culinario
Además la construcción gramatical establece niveles de corrección de las oraciones, según su regularidad, de modo que «si en la palabra se comete vicio que no se puede sofrir», se llama barbarismo. Como si para hacer el pastel empacho de aceite la masa de harina y demás ingredientes.
Por tanto, también hay una sintaxis culinaria que ordena adecuadamente los alimentos, tanto desde el punto de vista espacial como temporal. Y así surge: el modo de cocinar las viandas, el tiempo de cocción, la hora de las comidas, la sucesión de platos, el calendario de celebraciones, etc.
La sintaxis culinaria podría también identificar figuras irregulares de construcción, los barbarismos culinarios o gastronómicos: pues un plato puede estar preparado con todos los elementos requeridos, según un adecuado orden de cocción y de combinación; o puede contener un vicio tolerable, por ejemplo, el breve repunte de nuez moscada que aparece en un potaje, o la sustitución de un elemento tradicional por otro nuevo que da nueva forma al sabor total; o puede contener un vicio insufrible, como el estar demasiado picante, o salado, o crudo.
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El ejercicio inconsciente de la sintaxis alimentaria
Esta sintaxis alimentaria se ejerce en un nivel inconsciente. La cocina de una sociedad ‑ha dicho Claude Lévi-Strauss‑ es un lenguaje en el que ésta traduce inconscientemente su estructura. Un lenguaje que se halla no sólo en las fuentes escritas, sino también en recuerdos, tradiciones y especialmente en objetos y monumentos alimentarios elaborados por un pueblo –como pueden ser los quesos «Roncal» e «Idiazábal» o el jamón «Jabugo»–. El alimento se saca de la naturaleza, pero el hombre lo incorpora con categorías culturales, las cuales se distribuyen en esquemas simbólicos que a veces son impenetrables para otra cultura.
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Semántica alimentaria
Pero no sólo es importante la «disposición» ordenada de las palabras en una oración, sino también la «significación» misma de las palabras. Cuando pido «harina» en España, ¿se me ofrece harina de maíz? Se supone que todos sobreentendemos harina de trigo.
La comida ejerce, pues, una función de comunicación semántica de primer orden a través de los hábitos alimentarios. Ya se ha visto que con el lenguaje articulado hablamos correctamente para comunicarnos con otros, de suerte que la construcción sintáctica nos sirve para la comunicación semántica. Todo hábito alimentario expresa un lenguaje culinario, una comunicación semántica.
Quizás ningún pueblo como el chino haya logrado integrar en un sistema sintáctico y semántico el sentido de cada alimento. Y lo realizó 2000 años a.C. dentro de una teoría de los cinco elementos, según el tratado de Hong-Fan.
Elemento agua fuego madera metal tierra
Número 1 2 3 4 5
Sabor salado amargo ácido acre dulce
Olor podrido quemado rancio fétido fragante
Color negro rojo verde blanco amarillo
Clima frío cálido ventoso seco húmedo
Animal cerdo pollo oveja perro buey
Emociones temor alegría cólera pena simpatía
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En el cuadro anterior –que sólo es una síntesis – se explica que son cinco los elementos últimos: el agua, el fuego, el metal, la madera y la tierra, correspondientes a los cinco primeros números (1, 2, 3, 4, 5). Estos elementos se relacionan con el espacio y el tiempo: el agua, con lo bajo, el invierno y el norte; el fuego, con lo alto, el verano y el sur; la madera, con la primavera y el este; el metal con el otoño y el oeste; la tierra, con el centro.
Pero desde el punto de vista simbólico, lo más interesante es que a cada elemento corresponde una actividad, una estación, un clima, un animal, una víscera, un color, un sabor, una planta, un sonido, un sentimiento; de modo que todas las cosas de la Tierra dependen sintácticamente de un elemento.
Por ejemplo, el sabor dulce de la miel corresponde al elemento Tierra que está en el centro. Esto explica que las salsas de los platos centrales ofrecidos al emperador debían servirse ligadas con miel, aunque llevasen el sabor dominante de cada estación.
Cada alimento, pues, es símbolo de una totalidad sabiamente regida y dispuesta.
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La cocina no habla por hablar: tiene sus normas
Los elementos más destacables de una cultura son, en primer lugar, el lenguaje, el arte, las técnicas y las creencias, pero también las costumbres: la manera de vestirse, el modo de habitar, las divisiones o estratos sociales; y asimismo, claro está, el modo y el tipo de alimentación.
Cuanto más nos remontemos en el tiempo mejor podremos observar que cada sociedad antigua tenía su cultura distintiva, un sistema de modos de vida compartido por un grupo muy amplio de individuos. Hoy día, cuando las comunicaciones por tierra y aire acortan enormes distancias, cuando los satélites artificiales permiten la recepción casi inmediata de alejadas noticias, la cultura tiende a convertirse en planetaria. Mas no por eso dejará el hombre de tener la cultura de su casa y de su país.
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Por ejemplo, el «tapeo» habla de un modo vida
En nuestra sociedad, las formas de sentarse a la mesa para comer o la secuencia de platos que se sirven están reguladas por normas que, aunque en tiempos pasados fueran explícitas y conscientes, ahora se viven la mayoría de las veces inconscientemente. Un ejemplo en apariencia trivial: la costumbre del «tapeo» entre los españoles. ¿Quién se atrevería a decir que hunde sus raíces en el siglo XIII español? Y sin embargo probablemente así es. En las ventas donde las diligencias y los carruajes de correos (sillas de posta) habían de cambiar las extenuadas caballerías, los no menos cansados guías y cocheros se daban un respiro estimulándose con el vino que se solía despachar allí. Era frecuente que con el cansancio los conductores no supieran medir sus posibilidades de absorción alcohólica, originando problemas o dando al traste, por caminos polvorientos, con muchas expediciones. Para frenar estos excesos, y con el fin de que la bebida no hiciera estragos al ser recibida en un estómago vacío, los Corregidores locales ordenaron que a estas personas se les sirviera vino con un complemento comestible. Estas disposiciones particulares fueron elevadas a ordenanzas legales por el propio rey Alfonso X el Sabio. En un país del jamón como España, el complemento ideal consistía en una loncha que se servía «tapando» el vaso o la jarra de vino: para algunos, este fue el origen de lo que posteriormente se seguiría llamando «tapa».
No todas las culturas prescriben los mismos comportamientos. Pero lo cierto es que el que se sale de estas normas puede ser víctima de un rechazo social.
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