Con amor
La casa de mis abuelos era bastante grande, quiero decir, espaciosa. Ahora me parece que también era enorme aquella sala, llamada “cocina”, que acogía a casi toda la familia sentada alrededor del fuego de la chimenea. Había allí una armonía entre los animados vivientes y los inertes instrumentos que, desde las sartenes a las espumaderas, colgaban de las paredes en rigurosa fila. El desorden que se desencadenaba allí, antes de saborear el puchero en la mesa, era restablecido rigurosamente por el esfuerzo de todos al acabar de comer: cada cosa, una vez limpia, iba a su sitio; cada silla era devuelta a su posición inicial. Lo que había sido armónico, volvía a su primera armonía.
Los antiguos aplicaban la palabra armonía a las magnitudes espaciales, para significar la composición de cosas que guardan una coherencia que no admite la intrusión de objetos extraños; significaba también la proporción en que unos constituyentes están mezclados (Aristóteles, De anima, I, 4, 408 a 510). En la mitología, armonía simboliza el orden que procede por atracción y repulsión del caos. El todo armonioso, por otra parte, tiene tres requisitos: primero, sus partes deben ordenarse hacia un mismo fin; segundo, deben adaptarse entre sí; tercero, deben sostenerse o fundamentarse mutuamente. La armonía aparece entonces como conveniencia en las cualidades, como proporción en las sustancias, como comunión en las conciencias sociales. Recordemos la obra de Georgius, De harmonia totius mundi cantica (Venecia 1525).
Coherencia y proporción es lo que yo observaba en aquella casa familiar, llevada por el hálito del amor. Porque sin amor por las cosas, las pequeñas y las grandes, tampoco hay armonía. Esta no viene sola: requiere sentimiento. Es lo que Hölderlin celebraba en un magnífico himno a la diosa Armonía:
¡Espíritus! ¡Hermanos!
Que nuestra alianza brille
con la magia divina del amor.
Que el amor puro e infinito
nos eleve a la más excelsa armonía.
Con imaginación razonable
A mis hijos les ha tocado hacer su vida de hogar de otra manera. Pero se la inventan bien: acomodándose en alojamientos más pequeños dentro de la gran ciudad. A pesar de esa escasez espacial, ellos adoptan una forma versátil de organizar sus hogares, o sea, de conseguir armonía. Especialmente en la cocina, que sigue siendo el centro de su casa. Compruebo que quizás ellos ejercitan más imaginación inventiva que en los espacios de antaño: aprovechan la revolución modular para combinar los elementos, considerando las necesidades que deben cumplir. Hasta observo matices estéticos que antes no podían coexistir. Los modernos materiales han incorporado diseños innovadores, funcionales, que quizás pueden facilitar un agradable espacio para cocinar y vivir en casa. Adoptan diseños que buscan la integración armónica entre los distintos elementos, aprovechando el espacio –por ejemplo, uniendo la cocina con el salón– combinando formas y colores, procurando confort en el ambiente resultante.
Y es que, en cualquier caso, el hombre está hecho para la armonía. Sería un disparate que, en un mundo tan inhóspito como el nuestro, se desaprovechara la ocasión de incorporar con gusto la eficacia y la seguridad de lo que, siendo compacto, es también polivalente, capaz de provocar conexión y orden. Hay armonía cuando las diferentes partes o funciones de un ser no se oponen, sino que confluyen en un mismo efecto o combinación feliz. Aunque la principal aplicación de la armonía es el ámbito musical, es justificado su empleo, por la simultaneidad en la percepción o en el concepto, allí donde los elementos del hogar son susceptibles de concordancia, acuerdo, acorde, como en la relación gastronómica.
Los antiguos no creían que la armonía -además de sentimiento y amor-, fuera ajena a una racionalidad inmanente a la compleja y contradictoria naturaleza (con sus oposiciones de luz-tinieblas, vida-muerte, juventud-vejez, etc.). Decía Heráclito que la razón es la causa de una armonía oculta universal en todas las transformaciones: en la lucha de los opuestos «se unifican los contrarios y brota de cosas diferentes una bellísima armonía» (Diels, 22 B 8). Los pitagóricos, sobre todo, al percatarse de que había una relación numérica entre los sonidos de escala y la longitud de las cuerdas de la lira, no dudaron en aplicar el concepto de armonía al universo entero. Todo el universo se regía por una regularidad matemática: e incluso las esferas celestes estaban situadas a distancias proporcionales a la relación que existe entre el sonido y la longitud de las cuerdas sonoras, de donde resultaba una armonía celestial o sinfonía imperceptible. Esta idea de la armonía de las esferas tendría mucho más tarde su repercusión en algunos poetas del Renacimiento y Siglo de Oro, como Fray Luis de León, quien en su Oda a Salinas compara el universo con una enorme cítara:
Y como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entrambas a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.
También la gastronomía
El círculo gastronómico es esencialmente proceso y, por tanto, podemos considerar la sucesión en el tiempo como más fundamental quizás que la simultaneidad en el espacio. Además la armonía no se limita al mundo sonoro, sino que vale para todas nuestras cosas humanas. Allí donde, a propósito de los alimentos, hay procesos (de sembrar, de recoger, de preparar, de cocinar, de distribuir, de presentar en la mesa, de limpiar) debe regir la armonía. Precisamente uno de los rasgos que los antiguos atribuían a la «belleza» se encuentra en la armonía, en la proporción, en la integridad ordenada. Nuestra mente se deleita en la belleza cuando la estructura del objeto se presenta armónica y proporcionada. Sin armonía no hay belleza en los procesos que ocurren en el sembrador, en el recolector, en el ganadero y, por extensión, en la cocina y en el comedor. El alma sumergida en un mundo de armonía consigue probar el placer estético.
La difícil armonía moderna
No se me oculta que, si bien entre los antiguos y medievales había sido la idea de armonía algo obvio o evidente, la edad moderna considera la armonía con tintes trágicos. Con demasiada frecuencia el hombre se halla escindido de sí mismo y de su entorno, sintiendo los procesos fisiológicos como una carga que difícilmente puede soportar. Los factores espirituales difícilmente se suturan con los elementos materiales; cada cosa va por su lado y sólo ocasionalmente se encuentran. Y sin embargo, a la armonía se recurre ahora para explicar desesperadamente la relación de los elementos en las pequeñas y grandes totalidades, incluidas las gastronómicas.
Y es que también desde la cocina se puede ayudar a restablecer la unidad interior y exterior, al menos parcialmente, sabiendo que el hombre es algo jerárquico y organizado, y no una mera aglomeración caótica de sensaciones táctiles y gustativas. Conseguir la concordancia mutua, siguiendo leyes culinarias y gastronómicas, es la gran meta del acto gastronómico, que empieza en la cocina y termina en la mesa. Y lo que contribuye a la armonía social, contribuye también a la armonía individual, reflejo de la armonía del universo.
Deja una respuesta