Chaïm Soutine (1893-1943): “El cocinero”. Amigo de Modiglani, su estilo impresionista está influido por Van Gogh y Cézanne, precipitando los colores sobre la tela.

 En busca del mejor

En el año 2009 obtuvo el Bulli, regido por Ferrán Adriá, el galardón de «mejor restaurante del mundo». Este año 2012 lo ha recibido el restaurante danés Noma de Copenhague, regido por René Redezpi, siendo seleccionados también siete restaurantes españoles entre los mejores del mundo. Al premio, imparcial en teoría, le ha seguido una polémica de objetores cargados de buenos argumentos, especialmente los referentes a la distribución y tácticas poco diáfanas de los miembros que deben juzgar tan solemne galardón: se está hablando cáusticamente del Show de San Pellegrino. Como no tengo datos precisos sobre este proceder adjudicador, que debería esclarecerse cuanto antes,  paso página, esperando que se despejen unas incógnitas nada edificantes.

A un restaurante famoso se acude no sólo para satisfacer el apetito o llenar el estómago, sino para quedar impresionado por una obra casi teatral ofrecida en la superficie de un plato, esperando siempre que brote la expresión facial de la sorpresa. Para colmar esa expectativa del cliente ha de tener el cocinero, además de conocimiento de sabores, mucho talento creador e innovador.

Ahora bien, evaluar críticamente quién es el mejor cocinero del mundo es una tarea muy delicada, pues se implica también el negocio y el marketing, inclinado la mayoría de las veces hacia a un lado del mundo, al que pocas veces se asoman rostros chinos, tailandeses, japoneses, peruanos o chilenos.

Yo preferiría que se diese un premio a la mejor “especialidad” o tipo de gastronomía. Veríamos entonces que los “mejores cocineros” están en todas las naciones del mundo.

Y es que la publicación de estos premios me invita a repensar unas cuantas cosas obvias, como la siguiente: ¿Quién es el mejor cocinero del mundo? Y aquí viene el problema. Debo responder: ¡depende! Al menos depende de tres cosas: de la disponibilidad de recursos alimentarios, de la disponibilidad de recursos económicos, y de la disponibilidad de recursos sociales.

Si el cocinero está solo, pero tiene buenos recursos alimentarios –una buena carne, un buen pescado y unas buenas hortalizas– y además dispone de un buen fogón con sus correspondientes utensilios, será el mejor si extrae de ello el máximo rendimiento gastronómico, frente a otros que no sabrían sacárselo. Estaríamos ante el paradigma del regidor de una «cocina tradicional», ejecutada por quien aprendió de sus mayores y de su entorno los procedimientos culinarios  precisos, como los modos de cocción, de condimentación, de presentación, etc. En muchos pueblos de España existe el mejor cocinero del mundo, considerando sus escasos recursos y sus muchas habilidades.

 

Siempre hay uno que es el mejor

Don Juan Valera encomiaba la pericia culinaria  de una mujer de pueblo, llamada Juanita la Larga, que preparaba ella solita un sinfin de exquisitos bocados:

«Nadie era más a propósito para dirigir una matanza de cerdos. Salaba los jamones con singular habilidad. El adobo con que preparaba los lomos antes de freírlos en manteca, era sabroso y delicadísimo, y teñía la manteca de un rojo dorado que hechizaba la vista, daba delicado perfume y despertaba el apetito de la persona más desganada cuando entraba por sus narices y por sus ojos. Sus longanizas, morcillas, morcones y embuchados dejaban muy atrás a lo mejor que en este género se condimenta en Extremadura. […]
En lo tocante a repostería, no era nada inferior; por ejemplo, los hojaldres y las célebres empanadas con boquerones y picadillo de tomate y cebolla que se toman por allí con el chocolate. Hacía, también como nadie, tortillas de azúcar y polvorones que se dejaban muy atrás a los tan encomiadas de Morón; roscos de huevo y de vino y mucha variedad de bizcochos y de almíbares.
Si Juana no hubiera sabido tanto de otras cosas, se hubiera podido asegurar que era una especialidad maravillosa para las frutas de sartén; de modo que en los días que preceden a la Semana Santa no daba paz a la mano ni a la mente, acudiendo a las casas de los Hermanos Mayores de las cofradías, para hacer las esponjosas hojuelas, los gajorros y los exquisitos pestiños, que se deshacían en la boca […]
No estaba ociosa Juana ni carecía de conveniente habilidad para emplearla en la estación de la vendimia. Sus arropes no tenían rival en toda aquella provincia, y lo mismo puede decirse de sus excelentes gachas de mosto. En otoño, por ser cuando se dan los mejores frutos, se castran las colmenas y está fresca la miel, se empleaba Juana en hacer carne de membrillo y de manzana, gran variedad de turrones y ligerísimo y esponjado piñonate, cuyos gruesos y dorados granos quedaban ligados con la olorosa miel bien batida. […]
Y no se crea que Juana sabía sólo hacer los guisos locales, sino que también había importado y añadido a la cocina indígena no pocos platos forasteros de más o menos remotos países, entre los cuales platos o majares descollaban los celebérrimos bizcochos de yema, que sólo hacían unas monjas de Écija, de cuyo secreto tradicional no se comprende por qué arte o maña prodigiosa ella había sabido apoderarse. Confeccionaba, por último, varios platos de origen francés, cuyos nombres enrevesados había venido a modificarse poniéndose de acuerdo con la pronunciación española. Así, por ejemplo, chuletas a la balsamela, lenguados ingratines y anguilas fritas con salmorejo tártaro» (Juan Valera, Juanita la Larga, 1895).

 

 Mi premio favorito

¿Quién no le otorgaría a Juanita la Larga el título de mejor cocinera del mundo, de nuestro mundo familiar? Y el caso es que he conocido en mi escasa vida a muchas mujeres y muchos varones de este género, que se sabían las maneras de ofrecerte la excelencia que en  su tradición y en su imaginación gastronómica se había fraguado. ¡Vuelvo la vista a estos llanos cocineros que, sin presunción, nos han ofrecido lo mejor de sí mismos, lo mejor de la tierra, lo mejor del sabor y del saber tradicional!

¡Y que vivan los grandes premios! Nos marcan progreso, rutas gastronómicas insospechadas y apasionantes. Pero también debo reconocer que si no dispongo de unos 350 euros no podría darme el gusto de probar el menú  de estas catedrales gastronómicas, esperando antes medio año la reserva; y si tengo  la fortuna para pagarme un buen viaje y morar en un espléndido hotel. Con suerte, por 3.000 euros podría darme el pequeño homenaje de un día. Y si voy con mi señora, como sería natural, otros 3.000. Lo cual significa que, para una sola vez, debo antes disponer de un buen dinero para comer bien… O a lo mejor no tan bien, si no encaja con mi temple gastronómico. Pues como decía la Condesa de Pardo Bazán, «cada pueblo come según su alma, antes tal vez que según su estómago» (La cocina española antigua, 4).

Como mi situación económica es la que es, he de pensar que debo hacer el día a día simpatizando con esos cocineros de siempre que, no lejos de casa, hacen fluir su maestría sobre mis apetencias gastronómicas, que buscan en cada plato un monumento no menos admirable que una medalla antigua o un arco de triunfo. Son los mejores cocineros de mi pequeño mundo.