Para muchos de mis amigos la Cena de Navidad es más que un encuentro gastronómico cualquiera. Es un jalón importante entre los momentos familiares de todo el año. Es único y especial: la familia se reúne para celebrar la llegada del Amor al mundo. El menú especial que se degusta es una pincelada más de amor, pero no es el todo de esa fiesta. La familia, padres e hijos, se convierte en un equipo que se organiza con tiempo; sus integrantes colaboran para que todo sea grato.
Incluso suele ocurrir que esa cena se convierte espontáneamente en eslabón de una cadena vital que se despliega en la casa. Un hijo recuerda aquel maravilloso menú que unos años antes había hecho las delicias de los comensales. Habría que repetirlo. Era una receta que ya la bisabuela había probado y cuidado para maravillar y conmover. Y hoy, en esta oportunidad, se debía repetir el prodigio.
Sí, las viejas recetas de la abuela saben mejor en la Cena de Navidad.
Pero no en todos los casos ni en todas las familias ocurre este acontecimiento mágico. ¡En cuantas casas se vive de espaldas a la Navidad! Eso suele ocurrir como efecto de una perturbación del amor que debía presidir el ámbito del hogar.
He elegido un cuento de Doña Emilia Pardo Bazán –Dos cenas– que me ayudan a definir el fenómeno grotesco de una cena que, rodeada de exquisiteces gastronómicas, empieza y acaba en un sinsentido, en un encuentro absurdo que es la contrahechura de una Cena de Navidad.
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