Desde hace más de medio siglo a la fecha, las costumbres gastronómicas han cambiado notablemente. La imposición de un mercado, exigente en cantidad y calidad, permite hoy formas y maneras de mesa que dejan obsoletas las viejas recetas. Por ejemplo, hasta mediados del siglo XX no se popularizó por estos pagos navarros el consumo del turrón. En su lugar, había otro tipo de manjar, bautizado como “cano” o blanco.
En la montaña navarra, el invierno de los pastores permitía que se confundiera el postre con la comida principal. Tenían a su inmediata disposición: la leche, el pan, el queso y la grasa de oveja; y un fuego de leña. Preparar una comida sencilla era también simple: primero, migando el pan en una cazuela y rociándolo con agua; luego, llevándolo a una sartén hasta dorarlo en el humeante aceite de grasa animal; finalmente, empapándolo con leche. Un alimento sobrio, carente de lujo, pero nutritivo: las migas canas.
En la Navarra media y baja –desde el Baztán hasta más allá del sureste de la Cuenca–, estaban muy bien diferenciados el plato central –al que se destinaba el capón casero– y los postres. Lo más sustancial se producía en casa; y el pollo, que iba a ser pitanza del principio, podía ser aprovechado parcialmente también para el final del festín. En este punto empieza a funcionar la imaginación de la cocinera. Cuando había escasez, el ama tenía a su disposición –aparte del pollo y su grasa– siquiera productos de la tierra: la almendra, la leche, el pan. En un saquito muy vigilado, tenía el azúcar; y en una tarro escondido, la canela y otras especias. Para hacer su postre –la sopa cana– había de tener a mano: pan, leche, azúcar, canela, almendra molida, sal y una cáscara de limón. Bastaba entonces realizar algunas maniobras culinarias.
Primero, cortar unas finas rebanadas de pan.
Segundo debía hervir, aparte, leche con suficiente azúcar y un palo de canela; al primer hervor, se le agregaba almendra molida, dando vueltas con una cuchara de madera hasta desleír el azúcar y espesar suavemente el caldo.
Tercero, se calentaba, por otro lado, en una sartén, la grasa del pollo o capón –previamente extraída–, hasta derretirla, agregando un poquito de sal; parte de ella se pasaba por un colador y se unía a la leche para que tomara color.
Cuarto, en la grasa sobrante en la sartén se refreían las lonjas de pan sólo hasta empezar a dorarse, y nunca sin hacer del pan un crujiente picatoste.
Quinto, se ponía todo en una cazuela de barro, vertiéndole además la leche antes preparada. A fuego lento se procuraba reducir el caldo y, finalmente, se ponía encima una cobertera invertida con brasas, para tostar la superficie; si no había hogar, bastaba introducir la cazuela en el horno para lograr que todo se dorase. Y ya estaba hecha la deleitable sopa cana.
Este manjar se servía en la misma cazuela de barro. Como era preciso que la grasa no se espesara, debía consumirse inmediatamente.
El menos exigente que hoy quisiera rememorar este plato podría utilizar, en vez de aquella grasa, una mantequilla de calidad.
Este plato, es cierto, no puede compararse con el mazapán ni el turrón que todos conocemos. Pero se puede ofrecer como un apreciable plato de invierno: es heredero de aquel lejano que gustaban nuestros mayores; y que presentaban con insistencia los grandes cocineros del Renacimiento, como el Maestro Martino y Ruperto de Nola, bajo sus innumerables recetas del manjar blanco, servido siempre como plato principal. O pariente cercano de las sopas doradas que –en el Barroco español– eran presentadas como agasajo por el cocinero real Martínez Montiño.
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