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Banquete imaginario en el Reino de Jauja

Pedro Brueghel, el viejo: "Reino de Jauja"

Pieter Brueghel: «El país de la Cucaña» (1567). En un edén culinario, unos individuos disfrutan de una siesta tras haberse hartado de comer. Soñaban con unos animales preparados para degustar: el cerdo lleva ya un cuchillo clavado, el huevo cascado corre para ofrecerse como aperitivo, la casa está protegida con techo de tortas…

Desde tiempo inmemorial se corrió la leyenda de que existía una tierra fecundísima, «La Cucaña», un país mitológico recordado en la Edad Media, cruzado por ríos de leche, vino y miel, con criaderos espontáneos de quesos y lechones asados, ofrecidos inmediatamente para ser degustados. Así lo imaginó Brueghel el Viejo en su famoso cuadro (1567). Ese término viene del francés cocagne, que apunta a cualquier tipo de pastel. En el siglo XVI era conocido ese cuento como el «Reino de Jauja», nombre que tiene su fundamento real. Pues parece que Francisco Pizarro, durante sus correrías peruanas, descansó con sus huestes en la ciudad de «Jauja» (1532-1533), donde se encerraban enormes depósitos de riquezas y alimentos de todo tipo. Y así lo contaron quienes volvieron a España.

El escritor español Lope de Rueda publicó en 1565 “La tierra de Jauja”, una especie de entremés en que relata la divertida escena de unos truhanes (Hozinguera y Panarizo) que engañan a un personaje simplón y crédulo (Mendrugo), al que le cuentan la existencia de una país donde no era necesario trabajar para comer abundantemente.  El infeliz personaje se relame de gusto oyendo el fantástico relato, hasta el punto de que deja de vigilar su zurrón y propicia que los rufianes le hurten su comida.

El escarmiento que recibe Mendrugo pone en evidencia las gratuitas  imaginaciones que, incluso en nuestros tiempos, muchos encienden bajo las ofertas inmensas de alimentos, ropas, muebles, etc.  que ofrecen los supermercados. Todo parece estar al alcance de la mano. El hombre lo tiene todo y no agradece nada. Cree vivir en el reino de Jauja. Aunque la cruda realidad aumente luego la hipocondría y, a veces, la desesperación. Seguir leyendo

Mi dietista por fuera

Hipócrates (460 a. C.) nació en la isla de Cos, donde se encuentra esta figuración escultórica con el sabio maestro. Fue uno de los más grandes científicos de la antigüedad griega. Contribuyó al desarrollo de la medicina. Fundó el saber dietético en algunos tratados (Sobre la dieta) que todavía se leen con interés.

Dieta básica y dieta adecuada

Mi dietista se ha propuesto que mi conducta alimentaria sea adecuada, pues la que llevo claramente no lo es.  He de conseguir, según él dice, una dieta equilibrada, compuesta por alimentos ener­gé­ticos (proteínas, grasas, hidratos de car­bono), vitaminas, agua y elementos mine­rales. Le haré caso en todo ello.

Ejerce con ilusión  su arte, que es preventivo o curativo, e intenta  re­gular mi alimentación y su repercusión metabólica, eso sí, dentro del contexto social y cultural en que vivo. Me dice que así entendían ya la dieta los griegos del siglo V a. C., especialmente Hipócrates, el inventor de la dietoterapia.

Lo que más aprecio en mi dietista es que no se queda en lo meramente teórico, dándome a conocer las propiedades de los alimentos (composición de vitaminas, grasas, hidra­tos de carbono, los procesos orgáni­cos del metabolismo, etc.). Aunque lo veo siempre interesándose por los últimos estudios de sus revistas profesionales, él es también práctico. Me dice que no pre­tende conocer por conocer, sino conocer para hacer,  para aplicarme un tratamiento concreto y resolver mis problemas de nutrición y de acomodación psicológica. Seguir leyendo

Control de vinolencia: un libro antiguo sobre el vino aguado

Vincent Van Gogh (1853-1890): “Bebedores”. Con pincelada rápida y estilo próximo al impresionismo, ironiza plásticamente con estos cuatro personajes distintos, incluyendo un niño de corta edad, enfrascados en uno de los males de la sociedad, la bebida. Emplea el color brillante de la mesa, el amarillo del campo o el gorro del obrero.

Vincent Van Gogh (1853-1890): “Bebedores”. Con pincelada rápida y estilo próximo al impresionismo, ironiza plásticamente con estos cuatro personajes distintos, incluyendo un niño de corta edad, enfrascados en uno de los males de la sociedad, la bebida. Emplea el verde brillante de la mesa, el amarillo del campo o el gorro rojo del obrero.

El Tratado del vino aguado y agua envinada de Jerónimo Pardo

 

Ahora se dice “control de alcoholemia”, para disuadir del exceso de velocidad en carreteras. Pero pensemos que en los tiempos antiguos no existía ese peligro para el viajero. El control de vinos y licores se hacía por motivos muy prudentes o razonables: conservar la salud. La propuesta que Jerónimo Pardo hace en su “Tratado del vino aguado y agua envinada” (1661) no tiene otro objetivo que el dietético. Por vinolencia entiende nuestro idioma el “exceso o destemplanza en el beber vino”, un exceso que puede acabar a veces en embriaguez o borrachera, aunque normalmente no tenga ese final. “Con el mal uso del vino puro llegan los hombres a embriagarse y perder el uso de la razón. Por cuya causa, o mueren, como dice Hipócrates, o por algún tiempo quedan insensibles como leños y destituidos de toda razón como brutos, o si no quedan de este modo, hablan y obran insana y locamente” (n. 99). “La vinolencia, aunque de suyo no fuera pecado, es un remedio de que no se puede usar sin riesgo y peligro de la vida” (n. 101).

Aunque el título del libro pudiera parecer jocoso, en realidad es extremadamente serio: viene a formular un medicamento, el vino aguado, tan confiable para Pardo como para nosotros es la aspirina. Y lo hace con los medios que la técnica tenía a su disposición, contando además con escasos conocimientos fisiológicos.

Por tratarse de un producto íntegro, sustancialmente nuevo, que no obedecía a la mera mezcla accidental de agua y vino, voy a introducir el término “vino-aguado” para referirme a ese compuesto indicado por Jerónimo Pardo para el control dietético. Porque “la vinolencia del vino aguado no es tan mala ni perjudicial como la del puro” (n. 102).

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Aquel viejo vino español

Guerrit van Honthorst, "Violinista con copa de vino" (1624). Admira el intenso rojo cereza del líquido, sus reflejos, su transparencia, su limpidez... pero jamás tuvo la oportunidad de catar unos vinos tan excelentes como los que la técnica actual ha hecho posibles.

 

El caballero ha tomado en su mano una transparente copa de de vino. La observa fijamente mientras la balancea con un suave giro. Se la lleva a los labios y amaga un sorbo; paladea y  exclama: ¡Pardiez, gran clase! Este caballero, español por más señas, podría haber sido  Don Juan:  el de Tirso o el de Zorrilla. Pero aquel Don Juan, bebedor y porfiado, jamás tuvo la oportunidad de catar unos vinos tan excelentes como los que la civilización ha hecho posibles en su copa, con sus técnicas, sus inoxidables y su control de temperatura. Seguir leyendo

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