Ramón Bayeu y Subías (1746-1793). “En la cocina”. Una desenvuelta cocinera mueve con energía el contenido de una sartén sobre el fuego. Por su modo de vestir es quizás el ama de la casa. Unos aplicados ayudantes cumplen sus respectivas faenas: desplumar aves, atizar el fuego, preparar las bandejas, limpiar los utensilios.

El cocinero y el cocinista

No es posible hablar del verdadero cocinero sin destacar lo que tiene de artista, con el esfuerzo, la sensibilidad y la inteligencia que eso conlleva.

En realidad, el cocinero, tal como todavía lo conocemos, oferta normalmente una gama interesante de platos que mantienen un sentido tradicional.

A su lado, y posibilitado por la gran industria alimentaria, ha nacido el cocinista, el cual aprovecha la autonomía y rapidez de la máquina, incorpora platos congelados y semiacabados, exhibe una estandardización de modos de cocinar: sólo culmina la transformación de la naturaleza del producto. Lo cual significa que cambia la significación de la cultura culinaria. El cocinista es un cocinero sin historia; pero que se ha hecho posible por la industrialización alimentaria.  

 

Se despliega la industria ali­mentaria

La actual industrialización alimen­taria obliga a la especialización, a la di­versificación y a la concentración, dando lugar a cinco fenómenos: desaparición de la autoproducción, especialización in­dustrial, diversificación industrial, rapidez de producción y concentración de indus­trias agroalimentarias.

La industrialización alimentaria bus­ca la modificación física y la mejora organoléptica del producto. De modo que el producto básico, de un lado, queda rectificado en su constitución fí­sica y, de otro lado, mejora en su aspecto organoléptico. A partir de este momento no se debate ya el tema del alimento desde la perspectiva  del bino­mio fresco-industrial; se debate bajo el bi­nomio perfecto/imperfecto. Y ello por­que la no­ción de frescor natural se hace coincidir con el de frescor artificial.

La industrialización alimentaria pro­cura jerarquizar los métodos de con­ser­vación que menos modifican el gusto, la textura o el color: la conge­lación: es la más acep­tada; la deshidra­tación y la lio­filización (legumbres, café, etc.); al vacío (mantiene las cualidades, pero por poco tiempo); la ionización: destruye bacte­rias, in­sectos, larvas (apta para pa­tatas, ajos, cebo­llas, to­mates); tiene mala prensa por ser asimilada a la radiación nuclear.

 

Se impone el supermercado y el consumo homogéneo

La citada industrialización está provocando  la imposición del su­per­mer­cado, el cual realiza el 50% de ventas de productos alimentarios y vende el 90% de productos básicos (azúcar, aperi­tivos, café, pastas, etc.). Con ello logra el triunfo de los gigan­tes de la industria agroalimentaria: de modo que el sector agro-alimentario se está convirtiendo en el reino de la OPA; y desde luego es uno de los primeros sectores industriales en Europa, ofre­ciendo el 70% de productos consumidos en la casa.

Como resultado, esa industrialización alimentaria genera la homogenización de conductas alimentarias. Porque induce nuevas exigencias de compra que llevan a desplazar al pequeño comercio: ej., fre­sas perfectamente calibradas que se co­mercializan en miles de cajas exacta­mente iguales. Impone normas de consumo, mediante el aseguramiento de elección abundante. Y hace que las estructuras alimentarias dependan de es­trategias de multinacionales, las cuales acaban imponiendo tam­bién  a los agricultores sus propias nor­mas industriales (v. gr., MacDonald sólo acepta unas pocas variedades de patatas).

 

Surge la restauración comercial y la despensa impuesta

La industrialización alimentaria  también condiciona el surgimiento de la restauración comercial y social. La res­tauración comercial representa en Euro­pa un 40% de  comidas servidas fuera del hogar, sólo existe un 15% res­tauración tradicional y un 25% de neo-restauración (en evolución). La restaura­ción social (a empresas, hospitales,  escue­las) representa el 60% de comidas servi­das fuera del ho­gar: una cocina central (que hace la pre­paración básica) pasa su producto a una cocina satélite (que le puede dar un to­que de gusto popular o regional) y acaba en la cocina terminal (cuya función es a veces sólo recalentar).

La industrialización alimentaria im­pone el contenido de la des­pensa: pues aunque oferta infinidad de productos tra­dicionales, incluye produc­tos congelados y transgénicos e intro­duce alimentos cu­yo origen y naturaleza a veces se desco­noce. Por ejemplo, la carne reconstituida, cuyo origen es muy variado (piel, sangre, grasas, huesos, etc.): primero es deses­tructurada; luego es reestructuada en fun­ción del tipo de pro­ducto (final o in­termedio) deseado; a continuación es triturada, solubilizada en medio alcalino, pulverizada por centrifu­gación, enfibra­da, engrasada (con sólo un 5% de gra­sa), reestructuada con mezcla de ce­rea­les, enriquecida con proteínas, aroma­tizada, coloreada y fi­nalmente preco­ci­nada.

 

Y llega el cocinista… pero seguirá el cocinero

Me temo que en la gastronomía del futuro ocupe el cocinista un puesto preeminente, realizando al menos dos procesos sobre los productos:

Primero realizará un proceso analítico: habrá de utilizar productos ya alterados en sus características físicas (mediante la biotecnología y la genética), nutricionales (por deshidratación, por congelación, por texturización —v. gr. huevos reconstituidos) y organolépticas. Asimismo, habrá de utilizar bases culinarias obtenidas por separado (v.gr. fondo de salsa rápido, disponible en la cocina tradicional en no menos de 24 horas).

Luego realizará un proceso sintético, ya próximo al plato, sólo para culminarlo: únicamente elaborará productos por simple agregación de elementos preconstituidos que provienen de diferentes tecnologías. Como consecuencia, producirá la «comida globalizada» que es la urbanización homogénea de la alimentación o, si se quiere, el cosmopolitismo gastronómico tecnificado: el hombre de la ciudad podrá consumir siempre productos de comida globalizada.

En la comida globalizada se ofrece la misma cosa y de la misma manera (desde Madrid a Pekín): la comida globalizada no es ni nacional, ni internacional, sino general: viene a ser la negación de todas las cocinas preexistentes.

Ahora bien, el cocinista puede convertirse en un adversario de todas las culturas culinarias, pues cambia el genio culinario por la calculadora. Hace que la psicología individual se incluya en el slogan publicitario. Induce a que el hombre consuma mezclas culinarias sin historia ni cultura.

Y a su vez, el slogan publicitario ofrece fórmulas de estética gastronómica preelaboradas para un deseo estandardizado: no habrá gustos individuales, sino marcados por la publicidad. Si el cliente elige al cocinero, el cocinista elige al cliente. El comensal de cocina globalizada ha de perder su identidad cultural: debe despersonalizarse.

Quizás el cocinero, el virtuoso tradicional –el que  no actúa por simple agregación de productos, sino por invención artística sobre la naturaleza–, pueda ayudarnos a recordar que el hombre es de un lugar, de una historia y de una memoria.