
Vincent W. Van Gogh (1853-1890), "Comedores de Patatas". Una comida tan elemental como la patata cocida se convierte, dentro de una comensalidad viva, en un poder de encuentro y promoción personal: las miradas y gestos de donación, y la luz que alumbra mesa y rostros, hacen de la humilde comida un hecho espiritual.
La comida en familia
Mi buen amigo Pablo González Blasco, prestigioso médico que ejerce en Brasil, y es Director científico de Sobramfa (Brazilian Society of Family Medicine), me envía una interesante reseña del libro de Miriam Weinstein El sorprendente poder de la comida en familia (The surprising power of family meals, Steerforth, Hanover, 2005), y le he pedido darla a conocer; lo hago, tras recibir su autorización.
La autora del libro reseñado es judía, pero su contenido no es de corte religioso. Es un ensayo convincente que muestra el poder de las comidas en familia, su impacto en la formación de los jóvenes y adolescentes: la comida es un modo sencillo y habitual de construir la cultura y las raíces familiares. Pero el libro no es de recetas: trata del significado de la comida en la vida familiar. Ayuda a reflexionar, a escoger opciones correctas, en este tiempo de “fast food, fast-life” que vivimos.
González Blasco destaca las siguientes ideas del libro:
Actores y comensales de la cultura familiar
1. La importancia que tienen aquellos rituales que nos ahorran tener que inventar algo todas las noches. Cuando nos sentamos a la mesa, los actores están allí, y toda la creatividad se dirige a la conversación. Cuando alguien falta, se nota, y es bueno que se note (pg. 15).
2. Cada vez que pedimos al niño que no ponga la cuchara sucia sobre el mantel, cada vez que oímos con atención lo que la madre o algún niño nos cuenta, siempre que escuchamos las historias de aquel día, estamos construyendo algo de suma importancia: la cultura familiar» (pg. 19).
3. En aquellos casos de familias -¿familias? – donde no hay comedor, ni siquiera mesa para comer, parece que cada uno se las arregla por su cuenta. No es de extrañar que la incidencia de casos de anorexia y de disturbios alimentarios sea mayor en estas familias (pg 22).
4. Los niños y adolescentes que cenan 4 o 5 veces por semana en familia tienen una incidencia mucho menor en drogadicción, alcohol o tabaco (algo próximo al 40% menos). Y lo curioso es que parece ser el mejor preventivo para evitar estos desvíos: mejor que las notas que cada uno saca en el colegio, o incluso si frecuenta algún grupo religioso en su comunidad. Se ve que las comidas en familia son de hecho insustituibles (pg. 35ss).
5. Llama la atención una interesante cita de Epicuro, con la cual abre un capítulo: “Antes de pensar en qué comer o beber, tenemos que preocuparnos con quien vamos a comer o beber. Hacerlo solos es como llevar una vida de león o de lobo” (pg. 60).
¿Me gusta, no me gusta?
6. El paladar se puede educar. La autora cuenta cómo los niños mexicanos aprenden a saborear los condimentos picantes que, inicialmente, repulsan a cualquiera. Parece ser que viendo a los adultos saborearlos y hacerlo con gusto, se van iniciando por este mismo camino. El ver comer con gusto, crea una cultura y un paladar. Esto hace pensar que admitir sin más el “no me gusta”, suele ser en muchos casos falta de haber creado una cultura del paladar (pg. 63) [Véase el artículo de este mismo blog La sensibilidad gastronómica y su educación]
7. La cultura de aprender a convivir también se revela en las comidas (pg. 86, pg 104).
8. Para que los niños no se quejen de la comida, Weinstein sugiere colocarlos “en el proceso” de preparar la cena. Se los lleva a la cocina, se les das cosas para hacer, se les solicita su colaboración, y a la hora de cenar, como aquello es de alguna manera algo suyo, los niños no se quejan de la comida (pgs. 120ss).
9. Algunos hogares se asemejan más a hoteles o pensiones. Falta el alma, que son las comidas en familia, cuando se puede de hecho integrarse en la vida de los demás. (pg. 130).
Comer en familia tiene incluso resultados escolares positivos
10. Cita Weinstein un estudio realizado en Harvard, en que se demuestra que los niños que cenaban con sus familias con frecuencia conseguían mejores resultados cuando eran escolarizados, porque su vocabulario era mucho más extenso que el de los demás. No porque hubieran leído más –no sabían leer– sino porque habían observado a los adultos conversando en la mesa. Las posibilidades educativas de las comidas en familia son de hecho enormes, y este estudio confirma esa intuición que todos tenemos (pg. 208).
11. Los rituales en la mesa, al principio, pueden molestar a los niños. Pero cuando se acostumbran son de enorme valor. Porque se apegan a ellos, les gusta la rutina (pg 235).
Una fábula final
12. Al final, la autora cuenta una fábula de la cultura judaica que aplica como colofón del libro. En el siglo XVII un rabino sabio, cada vez que los judíos eran amenazados, se retiraba al bosque, encendía una hoguera, rezaba una oración, y el peligro se disipaba. Su discípulo siguió la costumbre, pero no sabía encender hogueras. Decía la oración, en el mismo bosque que el maestro, y el milagro continuaba sucediendo pues se disipaba la amenaza que se cernía sobre su pueblo. El tiempo pasó, el ritual continuó, pero esta vez el rabino en funciones no parecía especialmente ilustrado. “Se me ha olvidado la oración de mis ancestros, no sé encender la hoguera, pero por lo menos recuerdo el lugar donde tengo que ir a rezar en el bosque”. Y la autora concluye: en estos tiempos donde la gente no reza, ni enciende luces u hogueras, debemos por lo menos recordar el lugar donde tenemos que estar, donde hay que ir. Y para las familias, ese lugar es indudablemente su hogar.
Hasta aquí, la reseña de mi amigo el Dr. Pablo González Blasco. Y a mí me ha conmovido, por el acuerdo completo que tiene con un artículo que he publicado en este blog bajo el título La soledad del que come solo.
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