A Pío Barbería, amigo de cocina
Mi viejo gazpacho
Cuando yo era niño, a finales de julio veía llegar al cortijillo donde vivían mis abuelos cuadrillas de segadores preparados para recolectar los trigos en sazón. Cubiertos con sombreros de paja, llevaban a sus espaldas una rústica capacha de esparto, donde habían metido un poco de pan, fruta y queso. Colgaban de este cesto sus hoces de hojas aceradas, curvas y dentadas, con filos cortantes, afianzadas en un mango de madera y protegidas por vainas de cuero.
Muy temprano, casi una hora antes de que saliera el sol, empezaban la faena, encorvados sobre los largos surcos de los trigales.
A mitad de la mañana, y en un momento de descanso, se arrimaba al grupo un aguador que, en su borrico, portaba un amplio lebrillo de barro vidriado, en el que vertía el contenido de un cántaro: el dornillero había hecho antes un majado fresco de ajo, cebolla, aceite, vinagre y sal, lo había introducido todo en el recipiente con abundante agua, salpicado todo con pedazos de pan y rodajas de pepino. Era el gazpacho cotidiano que, aprovechando un alto en la faena, amainaba la sed y daba una tregua a la fatiga.
Sí. Ese era el primer gazpacho, refrescante y ligeramente nutritivo, que yo conocí; y que, por lo visto, tenía ascendencia muy lejana en el tiempo.
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Gazpacho heredero
Leyendo La cordobesa de don Juan Valera, caí en la cuenta de que ese gazpacho era un heredero de viejas costumbres mediterráneas, propias de agricultores y recolectores. Por ejemplo, se puede leer en la segunda égloga de Virgilio (del siglo I a.C.), que una tal Testilis majaba ajo y cebolla (allia serpyllonque, herbas contundit olentes) con los que preparaba un brebaje rústico para los fatigados segadores que recolectaban rendidos a los rigores del sol: los ajos y cebollas machacados formaban parte del gazpacho en tiempos de Virgilio.
Incluso en el bíblico Libro de Ruth se lee: “Y a la hora de la comida díjole Boaz: «Acércate acá y come del pan y moja tu rebanada en el vinagre». Sentóse, pues, ella al lado de los segadores” (Ruth, 2, 14-15). El vinagre, desde luego, no sería puro: se refería en realidad a un majado de pan y vinagre en agua, refacción propia de segadores.Ya en nuestro Siglo de Oro ese gazpacho era tenido como alimento pobre y de pobres, apto también para piadosas penitencias y ayunos. Así lo aconsejaba Cristóbal de Fonseca en su Tratado del amor de Dios (1598): “Mas para esta vida basta el mantenimiento de un segador: queso, rábanos, gazpacho”. En el mismo sentido se pronunciaba Fray Juan de Santamaría sobre los monjes: “de algunos la cena es un gazpacho, comida de que usan los labradores en el campo, una escudilla de pan migado con aceite, sal y vinagre” (Crónica de los franciscanos descalzos, 1615). También Covarrubias, en su Tesoro de la lengua (1611), afirma que es «comida de segadores» y de gente ordinaria, indicando que es un “género de migas que se hace con pan tostado, y aceite y vinagre, y algunas otras cosas que les mezclan, con que los polvorizan”. Migas, en este contexto, equivale a pan picado, humedecido en agua.
Por otro lado, en nuestra lengua existe la palabra posca, que es idéntica a la voz latina «posca», una mezcla de agua y vinagre que empleaban como refresco los romanos, muy especialmente los soldados de las legiones. Otra vez, un antepasado del gazpacho.
En los países que bordean el Mediterráneo, donde abunda el olivo, la vid, la salina y la huerta –repleta de ajos, cebollas y pepinos–, el imaginario popular habría de integrar todos esos ingredientes en un recipiente. Se podía «hacer gazpacho» refrescante sobre todo en la canícula.
Por la sencilla, fácil y rústica preparación del refrigerio que significa, la voz “gazpacho” se convirtió con el tiempo en un sustantivo genérico –o hiperónimo– que designaba toda suerte de majados en forma de sopas hechas con trozos de pan, aceite, sal, vinagre y otros ingredientes habituales (incluida alguna carne de corral), los cuales han variado con los tiempos y las costumbres. Castilla tiene su gazpacho. Valencia tiene su gazpacho. Galicia, el suyo…
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Mi nuevo gazpacho
Ya en el siglo XVIII van apareciendo en el gazpacho aquellos frutos que vinieron de América. Primero el pimiento verde. Y hacia finales de ese siglo y comienzos del XIX, el jugoso tomate «colorao»: primero flotando troceado en el brebaje de los segadores como un ingrediente más, luego incorporado como elemento básico del caldo o sopa, condición indispensable y necesaria «sine qua non», como dicen los juristas: hasta el punto de que hoy, sin tomate, no hay gazpacho. Pero el tomate ha tenido la dignidad de llevarse consigo, en su seno, todo lo demás. Viene a ser como un tenor solista acompañado por los violines y las trompas del aceite, el vinagre, la sal, el ajo, la cebolla, el pepino y el pimiento; incluso de la miga de buen pan.
Así me lo enseñó la abuela. Me enviaba por la mañana a una pequeña huerta que cultivaba mi tío en Baeza. Yo acarreaba en un cesto los orondos y carnosos tomates; también una pequeña cantidad de pimientos, cebollas, ajos y pepinos. Paso por alto los consabidos procesos de excoriar, cortar, machacar, rociar, etc. Debo decir que al aparecer la batidora eléctrica todos esos procesos ya no son necesarios, aunque existen voceros apasionados que encomian las cualidades y bondades del lento majado en un mortero «a una sola mano». Alabo el gusto, pero no comparto las explicaciones, más románticas que probatorias. Aparte del tiempo que se invierte en los antiguos usos.
Ahora, y viendo –desde atrás hacia adelante– los pasos y artimañas que nuestros antepasados han aplicado para conseguir un buen gazpacho, me atrevo a exponer el modo sencillo de hacer «mi gazpacho», sin faltar a su verdad histórica ni a su entidad gastronómica, y sin añadirle más elementos que los de su esencia huertana.
Para tres personas:
1º Pico un kilo de tomates, sin pelar, en un recipiente: vienen «coloraos», carnosos, sabrosos de mi propia huerta de la Magdalena (Pamplona). Agrego un buen diente de ajo, unas rajitas de cebolla, de pimiento y pepino. A continuación aplico una pequeña batidora eléctrica, hasta obtener una pasta jugosa. Pruebo el equilibrio gustativo de los ingredientes agregados. Corrijo, si hace falta; y si la pasta ha salido muy líquida, agrego un trocito de pan.
2º Paso dicha pasta por el chino valiéndome, para presionar, de una maza de mortero.
3º Devuelvo la pasta, ya depurada de hollejos y fibras, al primer recipiente que ha sido limpiado. Agrego ahora aceite, sal y vinagre. Introduzco otra vez la batidora eléctrica, hasta que en la pasta rojiza repunta un ligero tono ambarino. Pruebo el resultado y corrijo, si hace falta. Este proceso sustituye al memorable majado antiguo.
Ya está. Antes de servir, lo pongo durante dos horas en el frigorífico. Toda la historia del gazpacho está ahora concentrada.
Alguien me puede decir: ¿Y los cuadraditos de jamón o los trocitos de huevo que suelen servirse aparte?
Yo le responderé: la historia es la historia. Y lo sustancial es degustar gastronómicamente un buen gazpacho: sencillo, económico, sabroso, con olor a historia. A mí me sobra el jamón ahí, en ese momento, aunque no en otro tiempo gastronómico.
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Pique, pachocha, salmorejo, porra, gazpachuelo
Deben incluirse en el hilo semántico y gastronómico del gazpacho algunas variaciones orquestales: bien porque se le ha suprimido violín o trompa, bien porque se le ha añadido un ruido gastronómico extraño.
Algunos ejemplos, el «pique», molesto a veces por su exceso de ajos. La «pachocha», que nuestro Diccionario define muy bien como especie de gazpacho consistente en un trozo grande de pan mojado en agua, vinagre y sal, que una vez esponjado se rocía con aceite.
El “salmorejo” cordobés –que ya no lo es tanto–, es definido por nuestro Diccionario como un esencial gazpacho, al que se ha añadido, en el majado que se hace al tiro de la batidora, un huevo duro: “Especie de gazpacho que se hace con pan, huevo, tomate, pimiento, ajo, sal y agua; todo ello muy desmenuzado y batido para que resulte como puré”. Con la miga de pan y el huevo –sin despreciar el diente de ajo– se hace espeso. El salmorejo viene a denominarse en algunos sitios “porra”, aunque los puristas me dirán que no es lo mismo, quizás porque la porra –por el majado de su abundante pan, ajo y aceite– acaba pareciéndose más a una mayonesa.
Asimismo, hay en España muchos gazpachos calientes, entre los que cabe mencionar un diminutivo, el «gazpachuelo»: una sopa caliente con huevos, batida la yema y cuajada la clara, y que se adereza con vinagre o limón. Certifico que es muy rico y apropiado para convalecientes, pero que ya no tiene la gracia huertana del refrescante gazpacho.
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Y vuelvo a mi modelo. Un amigo me decía que cuando un cocinero no sabe hacer debidamente el gazpacho se vale luego del truco de añadir jamón, huevo, e incluso especias huertanas. Que de todo hay en la viña del Señor. Para que quede claro mi punto de vista –etnológico e histórico–, traigo al caso los versos de Pedro Salinas, aplicados a la causa del gazpacho: » Quítate ya los trajes, / las señas, los retratos; / yo no te quiero así, / disfrazada de otra,/ hija siempre de algo./ Te quiero pura, libre, / irreductible: tú.»
Vale.
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