En nuestra lengua, la “gacha” –así, sin historia y sin contexto gastronómico– equivale a una masa muy blanda, casi siempre de harina triguera o cebadaza, que tira a líquida.
Pero la historia culinaria de las “gachas”, en plural, comienza allá en el pueblo, en la humilde sartén de la abuela, donde por la mañana temprano se tostaba buena harina, a la que se le añadía luego agua y sal, y se aderezaba con leche, miel y aliño de ajonjolí; quedaba espesa. Como preparación final, la abuela solía volcar sobre ella la vasija del arrope. ¡Entonces se ponían interesantes las gachas! Tanto, que la abuela levantaba su voz con un refrán: “¡Animo, a las gachas, que son de arrope!” Una expresión que ya había quedado en el Diccionario de refranes, para incitar a una persona a atreverse a alguna cosa, especialmente cuando es agradable.
Y era el desayuno mañanero. ¡Tiempos de carestía, incluso con arrope! Probablemente tiempos de siempre, aunque no de todos lados. Por lo que para referirnos a un personaje de antigüedad muy remota, el refranero nos brinda la expresión: “El rey que rabió por gachas”. ¡Todo un símbolo las gachas! Divisa de tiempos inmemoriales, quizás tanto como los del hombre mismo.
Cuando se introducía en la boca con la cuchara, los dientes no tenían que hacer presión: la boca se llenaba de esta blanda farineta y sólo trabajaba suavemente la lengua y el reflejo de succión. Pero consecuentemente, y con ese relajo muscular, los labios se ponían de modo espontáneo en actitud de besar, de mimos. Quizás por eso, las abuelas veían “gachitas” en las expresiones de satisfacción de sus nietos lactantes, como melindres y ternezas dirigidas a ellas. Y la cosa todavía perdura en el mundo adulto: pues cuando decimos que alguien se hace unas gachas con sus nietos, nos referimos a que expresa el cariño con demasiada melosidad y enternecimiento. Seguir leyendo